
Todo ha salido mal. Estrepitosamente mal. Un fracaso total, vaya. Eso es lo que ha sido. Y no entiendo qué ha fallado porque en teoría mi plan era perfecto. En teoría, claro, solo en teoría. En la práctica a la vista está que no lo ha sido. En fin, que lo había preparado todo con mimo y repasado cientos de veces. Meses y meses de trabajo sin dejar un solo detalle al azar, cabina incluida. Que esa es otra: medio mundo he tenido que recorrer para encontrar al fin la dichosa cabina de teléfonos. El traje, el peinado ─litros de gomina, caracolillo en la frente─ la coreografía… Todo perfectamente ensayado, ya digo. Tres vueltas a la izquierda, tres a la derecha, espiral, torbellino, puño en alto y… ¡voilà!. Tejado por los aires y a volar. ¡Parecía tan fácil! Y, sin embargo, lo único que he conseguido ha sido darme de morros contra el suelo y una brecha en la ceja digna del mejor combate de boxeo. Suerte que nadie ha presenciado semejante ridículo. Eso creo, al menos y es lo único que ahora me consuela. Aunque cuando se me pase el susto y el mareo quizá lo vuelva a intentar. Tampoco Clark Kent acertaría a la primera. Vamos, digo yo…

Relato publicado en el nº 2 de la revista de El Tintero de Oro «El club de la microficción» (abril 2022)


