
Sus últimos inquilinos la creían encantada. Impregnada por una presencia extraña que, en cualquier momento −contarían luego−, sentían al acecho. Algo que los observaba, que se burlaba de sus miedos y no lograban conjurar. Una noche de tormenta, el destello de un relámpago confirmó sus aprensiones y los hizo huir despavoridos. Nunca regresaron y la casa permanecía inhabitada desde entonces, rodeada por un halo de leyenda.
Aquello había sucedido mucho tiempo atrás, tanto que ya nadie en el pueblo recordaba con exactitud lo ocurrido pero el lugar mantenía intacto su misterio y la casa al pie de la colina se desmoronaba lentamente por falta de atenciones. Los propietarios no lograban traspasarla y los carteles de «se vende» desaparecían, poco a poco, tragados por la hiedra.
Iris y yo la descubrimos un verano por casualidad. Paseábamos por el campo con los perros, de vacaciones en un pequeño hotel de la sierra, Thor echó a correr en pos de una ardilla y acabó por pararse ante su verja. Mi mujer se enamoró de la casa de inmediato. Un edificio de dos plantas, tejas rojas y piedra gris, rodeado por un muro que lo separaba de la carretera. El jardín se veía descuidado pero, a la luz del crepúsculo, una belleza decadente lo empapaba de romanticismo.
Fue fácil hacernos con ella y no lo hicimos engañados. La mala fama que arrastraba había desplomado su precio hasta un límite impensable e, insistiendo en lo inconveniente de la compra, el agente inmobiliario no nos ocultó el motivo. «No se preocupe −bromeó Iris, divertida−, estaremos encantados de convivir con un fantasma. Si le digo la verdad, siempre he querido ver alguno».
Meses después la teníamos lista. Unos cuantos arreglos y como nueva, una casita de cuento en medio del bosque, algo apartada del pueblo pero a buena distancia para alcanzarlo en bicicleta, refugio perfecto para dos urbanitas estresados como éramos entonces.
Iris estaba feliz. La decoró con esmero, pendiente de cada detalle, desempolvó viejos arcones y la llenó de flores. Y, cuando todo estuvo a su gusto, quiso celebrarlo con una fiesta de inauguración. Algo discreto. Un fin de semana campestre, un par de matrimonios amigos, una cena tranquila…
Fue en esa cena cuando todo se torció.
Un retazo de luna flotaba esa noche en la ventana, la mesa, iluminada por las velas, brillaba como una isla en medio de la oscuridad, el ambiente era perfecto para desatar confidencias y secretos y pronto nos vimos relatando la maléfica historia del lugar.
Alguien propuso entonces, entre risas, retar a los espíritus y todos aceptamos el juego de buen grado. Despejamos la mesa de las huellas de la cena, colocamos en el centro un vaso boca abajo y una vela, enlazamos en círculo nuestras manos, como tantas veces habíamos visto hacer en las películas, e invocamos lo desconocido.
Ojalá no lo hubiéramos hecho.
Un silencio de plomo cayó al instante sobre nosotros, pesado como una losa. La situación comenzó a angustiarme con demasiada rapidez, el corazón me aporreaba el pecho, tenía las manos heladas y sentía la garganta a punto de estallar. Miré con recelo en torno a mí y la lividez de mis amigos me sobresaltó. Iris se aferraba a mi mano, tratando de contener el llanto y todos supimos al mirarnos que algo muy extraño acababa de ocurrir.
Unos golpes en la puerta nos hicieron, al fin, dar un grito de terror, un redoble ensordecedor, como tambores de guerra, que retumbó por todos los rincones de la habitación. El viento abrió con violencia la ventana, las luces se apagaron y una ráfaga helada nos acarició las mejillas.
Escuchamos después una risa fuerte y un hedor asfixiante, húmedo y putrefacto, nos hizo desvanecer. El eco de aquella carcajada perdiéndose entre los árboles del bosque es el último recuerdo que conservo de la noche.
Despuntaba ya el amanecer cuando, aturdidos por la confusión y la perplejidad, despertamos del desmayo. Todo parecía en orden y alguna necedad en torno al vino quiso camuflar de alucinación lo sucedido.
Nos faltó valor para hablarlo y ni siquiera, al quedarnos solos, consintió Iris en comentarlo conmigo. Ahuyentó lo imposible con un gesto, recogimos deprisa los restos de la fiesta, cerramos la casa con llave y huimos como dos fugitivos. Algo inexplicable y maligno la habitaba, algo que no podíamos ver pero estaba, que no era superstición, que no era invento y no era sueño.
Tampoco nosotros regresamos nunca. Y allí permanece. Al pie de la colina. Abandonada y solitaria, engordando su leyenda.
Relato publicado en la revista «Escribiendo a hombros de gigantes» de El Tintero de Oro. Enero 2022.


