
Se la llevaron vestida de blanco igual que la encontraron, una rosa marchita en las manos y un velo de gasa cubriendo su rostro. Cada mañana, muy temprano, casi aún de madrugada, cuando Alberto y yo terminábamos el turno y, a nuestro paso, las calles relucían inmaculadas y frescas, la veíamos llegar con sus pasitos de hada. Una figura menuda vestida de novia que a esa hora intempestiva, cuando apenas la luz del alba alumbraba tenuemente la mañana, colocaba con cuidado un pequeño escabel sobre la grava, al borde de un sauce, junto a la verja del parque, se acomodaba muy derecha sobre él y, de inmediato, cuidando siempre de no pisar el césped (¡cuánto significado atrapado en ese gesto!), parecía quedar petrificada. Una estatua humana, misteriosa, inmóvil, frágil.
Yo acababa de ganar aquel invierno una plaza en la contrata de limpieza municipal y el alivio de un trabajo estable aún no lograba aplacar mi desilusión por tantos años de estudio echados a perder. Tirados literalmente a la basura, me burlaba en ocasiones de mi mala suerte con sarcasmo.
«¡Ay, hijo ─a toda hora retumbaba en mi mente por entonces el reproche de mi madre─, tanta carrera, tanto erasmus, tanto máster, para acabar de barrendero…!»
Aquellas palabras se clavaban en mi alma como un puñal pero eran ciertas. Despiadadas, quizá, pero ciertas. Mi vida no se parecía en nada a lo que yo había imaginado. Desde luego, mi situación no era el sueño de ningún estudiante aventajado aunque el peso de los años, veinte meses en el paro, un divorcio, digamos, poco amistoso y dos niños a tu cargo, rebajan al instante tus aires de grandeza y eliminan de un plumazo tus prejuicios. Así que, sí, cada noche me enfundaba con esmero el uniforme, colocaba una tirita sobre las cicatrices de mi orgullo herido y, bien dispuesto a vaciar contenedores, limpiar papeleras o barrer de las calles todo tipo de inmundicias, esperaba que Alberto llegara con el camión a recogerme.
Tal vez suene prepotente, incluso ingrato, lo que digo. En absoluto es esa mi intención. Culpé a un trabajo, en realidad ni mejor ni peor que cualquiera, de la amargura que durante aquellos meses consumía mi vida. Mi mundo se desmoronaba un pedazo tras otro y la impotencia me asfixiaba. No fueron buenos tiempos, simplemente.
Por eso aquella chica del parque resultó tan especial para mí en ese momento. Un chispazo de belleza que aleteaba en el aire y borraba de un soplo las miserias de la noche.
Nunca supimos su nombre. La espiábamos de lejos, presos de su hechizo, presintiendo su tristeza. Algún transeúnte tempranero dejaba caer, de cuando en cuando, una moneda al borde de sus pies descalzos y un apunte de sonrisa se adivinaba entonces tras el velo que una horquilla sujetaba a su cabeza.
Alberto y yo quisimos descifrar su enigma muchas veces, carcomidos de curiosidad por la causa de aquella juventud, a nuestros ojos, tan desamparada. Pero ella parecía la princesa de un cuento y nosotros no tuvimos el valor de romper su jaula de silencio.
Pasó luego el tiempo, cambió nuestra ruta de limpieza y le perdimos el rastro. La olvidamos.
Mi espíritu entretanto acabó por serenarse. El oficio se convirtió en rutina, la vanidad magullada dejó de envenenarme el corazón y, de pronto, un día, clareando una aurora glacial con temperaturas en mínimos de récord, hartos ya de recoger vasos de plástico y botellas vacías, la volvimos a encontrar.
Otro invierno, idéntica inclemencia.
Otra madrugada, idéntico desamparo.
La reconocimos al instante.
Alberto enmudeció de golpe y un lamento ahogado escapó de mi garganta.
Acurrucada en un portal, gélida, amoratada, vestida de novia… Allí estaba. Nuestra princesa. Cautiva para siempre de las sombras. Y así, de blanco, arrastrando el velo por el suelo, un reguero de pétalos marchitos a su paso, se la llevaron. Mísera princesa vagabunda sin reino ni corona. Nadie reclamó su cuerpo herido por la escarcha.
Primer premio «Relatos Compulsivos». Marzo 2021.
