Hijos de David

 

Cada grito de dolor permanece eternamente en la mente de Dios

Anónimo en los muros de Auschwitz

Aferrado a la mano de su esposa, incapaz de mirar atrás, Gabriel luchaba por no quebrarse. Avanzaban despacio, en silencio, enfrascados ambos en idénticos pensamientos. Dos pequeños eslabones en la larga cadena de miedo y derrota que aquellos días acordonaba Toledo. A lo lejos, las campanas de Santa María daban las doce. Un escalofrío, incongruente e impropio de la mañana de verano, recorrió entonces su cuerpo. Aquel tañido grave y solemne había marcado el paso de sus horas desde que tenía memoria y ahora que, sabía, lo escuchaba por última vez quiso anclarlo con detalle y precisión a su nostalgia. Las campanas, el olor de la leña al encender el fuego por las noches, la fragancia del jazmín, los silbidos de las golondrinas en las tardes morosas del verano, la casa de su niñez y sus ancestros… Todo lo perdían y él buscaba en su alma coraje para enfrentar incertidumbre y sufrimiento, para adaptarse y sobrevivir en ese mundo extraño y feroz que les había tocado en suerte.

Ahuyentó de su mente la nube de recuerdos que lo ahogaba y se centró en el camino. Avanzar, no pensar, un paso y otro y otro más. A su lado, Sara lloraba sin ruido. Apretó fuerte su mano. No hallaban sus labios palabras de consuelo.

En qué momento comenzó a torcerse el rumbo de sus vidas, cuándo perdieron su ciudad, de dónde procedía odio tan amargo… Lo torturaba la injusticia y la maldad y para ninguna pregunta encontraba respuesta.

Habían vivido los últimos meses divididos entre el miedo y un conmovedor empeño de normalidad, sujetos a un frágil simulacro de esperanza, imaginando (deseando) que los excesos del fanatismo pronto se apaciguarían. Pero no. Imperdonable era su pecado e imposible resultaba redimirlo.

Un sentimiento de exclusión y lejanía los cercaba, una explosión de furia incontrolable que no alcanzaban a entender. Excitados por predicadores fanáticos, por absurdas leyendas en torno a profanaciones e infames rituales sanguinarios, se alzaban ahora sus vecinos contra ellos, volvían la cara los amigos a su paso, se apartaban al instante de su lado como quien se aparta de un mendigo sucio y maloliente. Ardían las hogueras por doquier e impregnado de pánico se hallaba el aire.

Y, sin embargo, pese a tan evidentes señales de alarma, atados como estaban a la sospecha y la desconfianza, aún se negaban en esos días a admitir que de veras fueran a expulsarlos, que habrían de abandonar la tierra donde nacieron, donde siempre vivieron sus antepasados, las calles de la ciudad que una vez creyeron suya y donde no recibían ahora más que injurias y signos de odio.

Una firma y un sello de lacre al pie de un decreto: «acordamos de mandar salir a todos los judíos de nuestros Reynos, que jamás tornen ni vuelvan a ellos…», los arrojaba al exilio, los exponía a la vergüenza y los obligaba a emprender un viaje sin rumbo hacia algún lugar incierto donde quizá también serían señalados y de nuevo rechazados. Los borraba para siempre del recuerdo y del paisaje de su tierra cual imaginarios fantasmas.

Desierta ya la judería, una larga procesión de rostros lívidos y sombríos atravesaba ese mediodía la muralla y cruzaba lentamente el Tajo: ancianas de aire quebradizo, madres jóvenes con niños en los brazos, hombres mareados por el calor, atónitos, encorvados e impotentes. Entre ellos, uno más, Gabriel rumiaba la magnitud de su desgracia y de su pérdida. Nunca volvería a recorrer las calles de su infancia, ni vería el perfil de sus montes al atardecer, no lo arrullaría el canto de su río ni lo ampararían los muros familiares del hogar. Lo olvidaría su ciudad: la más hermosa del mundo, la más civilizada hasta que despertó en ella la barbarie. Una rosa blanca sobre la tumba de los padres −inmenso alivio no haberles visto vivir ese día− había sido esa mañana su triste despedida.

Inmerso en aquella interminable ruta de pesadilla, absorto en sus cavilaciones, envuelta en su alma la ciudad en una niebla de lejanía y dulzura, se sentía él pequeño y solo, vulnerable y enfermo de añoranza, cuando con brusca lucidez, como si despertara de un sueño, comprendió que no podía darse por vencido, no debía, no lo estaba. Ese pensamiento inesperado le calmó el desasosiego y pintó en su rostro un amago de sonrisa. Rodeó entonces con firmeza los hombros de Sara, notó cómo de golpe recobraba el ánimo su espíritu, cómo regresaban las fuerzas a su cuerpo y, uniendo a la suya su cabeza, murmuró despacio: «volveremos, amor, volveremos». Ella agachó la mirada, apenas un segundo, asintió con un gesto leve de esperanza y guió luego su mano hacia la vida que latía en sus entrañas. «Volveremos», repitió −llanto en los ojos, desafío en la voz− implorando al Cielo clemencia y amparo para aquella estirpe suya errante y maldita como era la de los Hijos de David.

Cada vez más y más lejos continuaban con repiques de triunfo doblando las campanas en aquella mañana de verano del Año del Señor de 1492, mientras los desterrados abandonaban la ciudad. En sus alforjas una llave, una lengua y un puñado de su tierra: Sefarad.

 

 

 

 Tintero de Bronce Abril 2019

Relato publicado en la Antología del Tintero de Oro «Tinta, papel y…¡acción!». Diciembre 2019.

 

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