Cuento de invierno

 

Anochecía sobre la batalla. La negrura del invierno difuminaba lentamente brumas y horizonte y un día para la historia −mortífera y sangrienta como pocas aquella jornada de diciembre− dejaba tras ella. Había comenzado a nevar y muy pronto habría de borrar la tempestad las huellas del horror, la borrasca inclemente del combate todavía a esa hora tan visible en la llanura. Hoyos de lodo, charcos de lluvia, caminos deshechos, pasos de hombres a pie o a caballo, carros pesados…  Austerlitz ardía entre las sombras.

Un viento glacial recorría el corazón de Europa y el eco lejano de un redoble de  tambores, de un caótico clamor de trompetas, estandartes, sables, bayonetas… arrastraba en su estela.

Un tumulto de lodo y sangre empapaba la tierra a la espera de que al fin, poco a poco, con su inmaculado manto, la nieve lo cubriera.

Caían los copos en ráfagas espesas: lentas, suaves, pesadas, cuando el espíritu de la Navidad, recién apenas iniciado su cándido periplo, se detuvo un instante en aquellos bosques. Miró en torno a sí, suspiró con impotencia y rumbo a más acogedores destinos prosiguió su camino.

Ya de regreso en sus tiendas, al calor y la luz de las hogueras, sobrecogidos y confusos, vivos casi por milagro y por ello a la Providencia agradecidos tras aquella larguísima jornada de infierno, las tropas napoleónicas celebraban exultantes su victoria.

Bebían y reían entremezclados reclutas y oficiales, confundidos en una intimidad que muy pocas veces antes tuvieron, ebrios de alivio, sin alcanzar todavía en ese instante a sospechar que nunca más vivirían otra noche como aquella, que brindaban todos juntos entonces por última vez.

El mundo era blanco y a la vez muy negro y muy oscuro. A un tiempo cálido y helado.

 Esa misma madrugada, sin motivo, sin ataque ni advertencia que pudiera justificar lo que estaba a punto de ocurrir, uno tras otro, los más valientes y leales soldados de cada división ─infantería, caballería, artillería─ comenzaron misteriosamente a desparecer. Entre la llovizna con que despuntaba el nuevo día, se desvanecieron sin rastro. Sombras fugaces eclipsadas por el alba. Humo y cenizas de inocencia perdida.

No fue posible ocultar tan extraño suceso y rauda como la pólvora se propagó la noticia. Con ella, horror y desconcierto ─infructuosas resultaron todas las pesquisas─ acamparon también entre los restos del maltrecho regimiento.

 Nunca supieron a qué se enfrentaban pero todos lucharon sin vacilar y como héroes ─victoria o muerte siempre su consigna, el deshonor su peor condena─ cumplieron su misión. Y así, juntos, imperturbables, sin llanto ni flaquezas, afrontaron el inevitable final.

En mil batallas victoriosos, al cabo vencidos por el silencio y el olvido, qué amarga resultó su derrota.

 Nuevos inviernos y nuevas nieves llegaron. Inexorables, inmisericordes y monótonos se sucedieron los días, las estaciones, los años… Tiempo sobre tiempo pasó y muy triste es que ya nadie ahora en el mundo los recuerde.

Solo una lágrima helada y antigua brilla detenida todavía en la mirada de cuatro soldaditos abandonados a su suerte que, junto a una desportillada casa de muñecas y un balancín herido y quejumbroso, yacen al fondo de un polvoriento desván, sin consuelo lloran su deserción y cada diciembre, justo cuando apenas bosteza el invierno, hechizados por la eterna magia de la mañana santa de Navidad y la luz inalcanzable de su estrella, al Cielo suplican la esquirla de un milagro. Con ella sueñan. Y de continuo anhelan la infantil casualidad que ─poderoso e infalible conjuro─ quiebre al fin su triste destino de juguetes rotos y olvidados.

 

 

 

  Mención honorífica certamen enero 2019 «Tintero de Oro «

 

Relato publicado en la Antología del Tintero de Oro «Tinta, papel y…¡acción!». Diciembre 2019.

 

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