
… El más puro milagro de la luz: tú contra el alba
Ángel González
Se fijó en ella por primera vez un atardecer nublado de invierno. Una mujer absorta en la lectura junto a la ventanilla del vagón. Ligera como un suspiro. Las luces grises de diciembre se colaban a través del cristal dando a su expresión un aire de melancolía que por alguna razón lo conmovió de un modo extraño. Parecía perdida en un mundo secreto, quién sabe entre qué nostalgias. Se la veía tan frágil, tan desamparada.
A partir de ese día, cada tarde, a la vuelta del trabajo, Mario la buscaba en el andén. Subía tras ella, siempre en el mismo vagón, último tren de la jornada y a distancia y en silencio, cual benéfico ángel guardián, la observaba encandilado disfrutando ese instante precioso en que, abandonada y vulnerable, la tenía para él. Con tremendo desconcierto, alterados alma y corazón, incapaz ya su mente de negar la evidencia, se preguntaba entonces qué era aquello que con tanta fuerza había nacido en su interior y cómo habría sido él capaz de vivir hasta ese momento.
Desesperaba por verla. Nada sabía de su vida pero la tristeza que aquellos ojos traslucían lo atrapó. Adivinó tras ellos un mundo de deseos e inquietudes insatisfechas, de secretos y rabia, de culpa y dolor por no haber sabido amar −no haber podido− a un hombre del que lentamente se alejaba sin remedio, siempre en su mente presente el deseo de otra vida.
Los días se fueron sucediendo, uno tras otro, cada uno parecido al anterior. El tiempo hizo lo suyo y al fin… unos ojos que se encuentran, esbozos de sonrisa, mariposas en el corazón. Almas que se buscan.
Quiso la casualidad que por primera vez hablaran. Porque, sí: existe la casualidad y existe también el destino. Y así, comenzaron poco a poco a conocerse. Llegaron las primeras confidencias. Se hicieron amigos. Inés y Mario. Ocurrió sin apenas darse cuenta. Sin aviso, sin señales, como llega siempre lo imprevisto.
Era Mario quien con frecuencia llevaba el peso de la conversación, hablaba y hablaba sin parar, con vehemencia, bromeaba, sonreía, decía cualquier cosa. Extrovertido, independiente, carismático, imaginativo… Había en todos sus actos cierta despreocupación, una inmensa naturalidad en sus maneras y algo extraño y especial en el modo que tenía de instalarse en el tiempo: casi al margen del reloj y el resto del mundo adaptándose a su ritmo. Así era el hombre que empezaba Inés a descubrir e imposible fue no caer bajo su hechizo.
Ambos amaban la misma música, leían los mismos poetas, reían las mismas bromas, suspiraban los mismos anhelos. Sentían la proximidad del otro como un consuelo. Su espíritu se llenaba de alegría cuando estaban juntos.
Ella escuchaba sus palabras suspendida en el tiempo, cautivada como nunca estuvo −ojos atentos, cabeza inclinada, aire cómplice− atada de nuevo a la vida por una alegría desconocida, por una ilusión inexplicable. Su voz suave y tranquila conmovía todo su ser. Sabía a aquel hombre capaz de robarle hasta los pensamientos. Y cuidado, se decía, cuidado, cuidado.
Él la miraba con la dulzura infinita que de sus ojos negros, revoltosos y burlones, tan llenos de vida, se escapaba sin remedio, maravillado por la increíble suerte de haber tropezado con aquella mujer única a la que sin apenas darse cuenta había entregado una parte de su alma, con la certeza ya entonces de que sin ella no sería capaz de soportar la vida. Inesperadamente frágil.
Los dos componían versos secretos. Morían por dentro. Sus miradas descubrían sentimientos y palabras que aún no se atrevían a nombrar.
Destinados a encontrarse como estaban, impaciente como siempre es el amor, tendió al fin sus puentes el azar. Incontrolable fue la sacudida en sus sentidos.
Caricia, fuego, suspiro, lamento de amor…
Felicidad que brota de la piel y del fondo del alma. Un cuento dentro del corazón.
Horas y palabras no alcanzaron para tanta pasión, para tanta ternura. Sin barreras se entregaron. Sin reservas ni temor. Lejos del mundo. Habitantes únicos de un universo inalcanzable.
Ya la vida no era vida sino un sueño, algo cálido, casi irreal, donde todo sucedía muy despacio, muy profundamente. Piel deshecha en un abrazo. En los labios el corazón. Detenido el tiempo en las fronteras del amor.
Mientras tanto, en ese instante incierto en que todo estaba aún por suceder, en el más íntimo y misterioso rincón de un firmamento cubierto de penumbra, indolente entre suaves y mullidas nubes de algodón y orgulloso de su secreta travesura, envainaba Cupido sus flechas al tiempo que una estrella, cómplice y fugaz, quebraba un instante la negrura de la noche. «Misión cumplida», la oyeron sus hermanas susurrar. Y es que a veces, solo a veces, los sueños se cumplen. Es entonces que el destello errante de una estrella, el acompasado latir de dos corazones, el dulce contacto de unas manos que se unen, un abismo de soledad y silencio resquebraja, sombras y desdichas ahuyenta y al mundo deslumbra con su luz, con su embrujo y su belleza.
Este relato aparece publicado en el nº 36 (febrero 2019) de la revista «El Narratorio» y resultó ganador del certamen «Relatos Compulsivos» convocado en febrero de 2020.

