
El despertador sonó a las siete en punto, como cada mañana. Clara lo apagó con un suspiro y clavó los ojos en el techo sin ganas de moverse, pero ya repasaba en su mente las tareas del día: preparar el desayuno, dejar a Jaime en el colegio, responder correos, terminar el informe que dejó a medias la noche anterior, mantener la compostura en la reunión de empresa…
Se levantó y se arregló sin apenas mirarse al espejo. Despertó al niño, le hizo la cama, lo ayudó a vestirse y revisó su mochila. En la cocina, su marido untaba mermelada en las tostadas. Desayunaron juntos y se pusieron en marcha.
De camino al trabajo, parada ante un semáforo en rojo, una frase en la radio la dejó sin aliento. Había oído cosas parecidas en infinidad de ocasiones pero, por algún motivo, en aquel momento, su corazón latió diferente.
«La felicidad no es un destino ─decía el entrevistado, un psicólogo quizá─, es camino, es responsabilidad».
¿Responsabilidad? ─pensó Clara, notando la ansiedad trepar por su estómago─ ¿Responsabilidad de quién?, ¿de su familia?, ¿de sus amigos?, ¿de ella…?
Hacía mucho que algo en su interior estaba roto. Lo sabía sin quererlo saber. Funcionaba como una autómata, siguiendo un guion invisible que marcaba su tiempo minuto a minuto. No era feliz, cierto, pero tampoco podía considerarse infeliz. Estaba en un punto intermedio, acomodada a una rutina que devoraba sus días y adormecía sus sueños. Trabajaba, cuidaba, cumplía. ¿Eso era todo?, ¿en qué momento se había dejado de lado a sí misma?
Aparcó en una placita ajardinada, con los nervios a flor de piel. Llamó a su jefe y se disculpó. No podría asistir a la reunión programada para aquella mañana. No se encontraba bien, le dijo. Y no mentía.
Salió del coche y comenzó a caminar sin rumbo, un paso tras otro, sin saber a dónde iba ni qué era aquello que latía tan descontrolado en su pecho. «La felicidad es una responsabilidad», tronaba insistente el eco de la frase en su cabeza y una punzada suave la hería en algún sitio que no localizaba. Sentía una emoción desconocida, una nostalgia sin nombre, el chispazo de una intuición.
De niña le gustaba escribir cuentos, recordó de pronto, cantar a gritos en el baño, bailar en la cocina, planear viajes en su habitación. Se imaginaba recorriendo el mundo con su mochila a cuestas, libre como el viento, intrépida como el mejor explorador. El recuerdo curvó sus labios en una mueca triste. La mochilera se había convertido en esposa, mamá trabajadora, empleada perfecta, y en esa ruta había dejado de soñar. ¿Por qué?, ¿cuándo había sucedido aquello? Y, sobre todo: ¿cómo había podido traicionarse hasta ese punto?
Se sentó en un banco del parque y dejó pasar las horas en silencio, ensimismada, sumida por completo en sus pensamientos. El aire olía a primavera, las ramas de los árboles crujían al ritmo del viento, un parterre de rosas pintaba la mañana de color. Con la respiración entrecortada, notó las lágrimas caer por sus mejillas. ¡Hacía tanto que sus ojos miraban sin ver!, ¡qué absurdo!, se reprochó a sí misma su ceguera. La rutina frenética que la envolvía la había apartado de la sencillez y la belleza, ahora se daba cuenta. Espantó con un suspiro la ansiedad que la asfixiaba, el nudo de su estómago se deshizo suavemente y de golpe todo encajó.
La felicidad no era algo que otros le debieran ─lo evidente de la idea la impactó con la fuerza de una revelación─. No era un premio ni un derecho. No era meta ni egoísmo o exigencia que pudiera reclamar a nadie. La felicidad habitaba en su interior. Era una elección, un compromiso, un acto de amor. Una responsabilidad encomendada a todos por la vida. Intransferible. Única. Su responsabilidad.
Una mariposa se posó en su pelo, revoloteó un instante en torno a ella y se perdió luego entre las flores.
«Gracias», murmuró bajito, casi en silencio, mirando al cielo.
La plegaria sosegó su ánimo, ahuyentó de su alma el desconsuelo e incendió su rostro de ilusión.

