Diez minutos

 

«Toc-toc-toc, toc-toc-toc», taconeaba impaciente a la puerta del café. Revisó el móvil por enésima vez y comprobó la hora en el reloj. «Llego en diez minutos», había escrito Jorge hacía exactamente treinta y siete minutos y quince segundos. Siempre igual, pensó Marina, notando cómo el enfado hervía en su interior. Diez minutos que se expandían como un agujero negro: veinte, treinta, cincuenta, lo que hiciera falta.  Luego él aparecía como un vendaval: una sonrisa, un beso, un «Marina, cariño, no te enfades, ha surgido un imprevisto» y… hasta la próxima vez.

Entró en la cafetería, pidió un ristretto tan negro como su humor y trató de ordenar sus pensamientos. Aquello era intolerable, parecía que su tiempo no importara y no iba a aguantarlo más.

El sonido de la campanilla en la puerta, le hizo girar la cabeza, pero… No, tampoco era él.

Bebió de un sorbo su café, dejó unas monedas junto a la taza y salió del local con su indignación a cuestas. Y entonces, al doblar la esquina, lo vio llegar a la carrera, sujetando el abrigo entre las manos, pelo y ropa alborotados.

─¡Ay, ya estoy aquí!, ¡No sabes lo que me ha pasado!, ahora te cuento ─sonrió, mientras se acercaba a besarla.

Marina se apartó de golpe, giró sobre sus pasos y empezó a caminar sin mirarlo.

─¡Pero, cariño, si solo han sido diez minutos!, lo escuchó gritar a lo lejos.

«¡Diez minutos!», suspiró la mujer con amargura. Una eternidad contenida en diez minutos.

 

 

 

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