
¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta lo sé pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta no lo sé.
San Agustín
El viejo reloj marcaba los segundos con su leve crepitar. «Tic-tac, tic-tac ─repetía monótono─, tic-tac, tic-tac…». A la tenue luz del alba un sueño cruzó de puntillas la ventana, rozó la frente del hombre que dormía y revoloteó un instante sobre él. «Yo soy el tiempo ─murmuró junto a su oído─ Tú eres yo y yo soy tú. Pasado, presente, futuro… nada son. Todos somos desde siempre parte del tiempo y de todos fue siempre parte el tiempo».
Hacía días que una intuición rondaba su mente. Un anciano le hablaba en sueños del tiempo y sus secretos, pero al despertar la magia se esfumaba y la idea se perdía.
«El futuro de hoy será presente mañana, el presente de hoy será pasado mañana…».
La idea del tiempo lo obsesionaba. Más allá de un medio para orientarse y regular la convivencia, era un completo enigma. Un hecho objetivo de la creación verdadero y absoluto, establecía el paradigma newtoniano, pero…
Si fuera algo absoluto, meditaba el hombre, la apreciación del tiempo sería idéntica para cualquier persona. Sin embargo, no era así. Estaba convencido de que la inercia influía en ella de modo decisivo.
La percepción de un fenómeno en movimiento era más lenta para un observador detenido que para otro que no lo estuviera, lo había comprobado en multitud de experimentos. A mayor velocidad del fenómeno, con más lentitud, incluso, parecía ser percibido por el observador en reposo. Cuanto más deprisa nos movemos en el espacio ─era la única deducción posible─ más lento lo hacemos en el tiempo.
Entonces, si el tiempo se dilataba o expandía en función del observador, no podía entenderse como algo absoluto. Era algo relativo.
Clavó la vista en la pared y con la respiración entrecortada de asombro tomó conciencia de la hipótesis que acababa de formular.
¡Eso era! ¡Lo tenía!
La idea lo golpeó como una revelación.
¡El tiempo no era un flujo objetivo! ¡Era relativo!
Abandonó la mesa de trabajo y recorrió nervioso la habitación. Si su conclusión era acertada, la mecánica de Newton… ¿estaba equivocada? El modo de entender espacio y tiempo, la comprensión del Universo, las propias leyes de la Física… ¿Era posible que todo debiera ser nuevamente formulado?
Desconcertado por sus propios pensamientos, revisó sus ecuaciones y prosiguió su razonamiento.
No, el tiempo no era un flujo objetivo, no podía serlo. Era un símbolo de la relación entre procesos, una herramienta variable según el marco de referencia, ligada tan estrechamente al espacio que ambos se dirían indivisibles.
Por otra parte, las leyes de la Física debían ser las mismas para todos los observadores. Idénticas tanto para quien se hallara en reposo respecto a la Tierra como para quien viajara a velocidad constante, en un tren, por ejemplo, o en una nave espacial.
También para quien viajara en un rayo de luz. ¡Cuántas veces lo había planeado de niño!, recordó con humor.
La velocidad del rayo no variaba. Nunca lo hacía. Al margen de la rapidez con que se moviera su fuente emisora, era siempre la misma. Pero la relación entre tiempo y velocidad era indudable. Dos sucesos simultáneos para un observador detenido en un punto concreto no se lo parecerían a otro que se moviera a gran velocidad (porque se alejaría de uno y se aproximaría al otro), resultando en tal caso imposible determinar si realmente lo fueron o no. No existiría por tanto un tiempo absoluto, cada marco de referencia tendría su propio tiempo relativo. Aquella era la única conclusión posible.
La brillantez de la idea lo dejó atónito. El cambio que aquel postulado implicaba para los fundamentos de la Física era algo tan radical e inesperado que casi no podía creerlo.
El concepto de tiempo absoluto como algo real y existente, algo que avanzaba por sí mismo tanto si era observado como si no, era desde hacía más de dos siglos un pilar fundamental de la Ciencia y lo mismo sucedía con el espacio absoluto.
El tiempo absoluto, verdadero y matemático por sí mismo y por su propia naturaleza fluye uniformemente sin relación a nada externo. El espacio absoluto, por su propia naturaleza, sin relación con nada externo permanece siempre inamovible, rezaba una de las premisas básicas de Newton.
El conflicto era evidente.
En cualquier caso, relativo no significaba subjetivo, se dijo. La distinción era importante. Lo que pretendía señalar con ese término era que las mediciones del tiempo dependían del movimiento. También las del espacio. Solo la unión de ambos permanecería siempre invariable.
El entusiasmo sustituyó poco a poco al desconcierto. Si era correcta, su teoría cambiaría para siempre el sentido de uno y otro concepto. Espacio y tiempo se necesitaban. Aislados no eran nada, solo juntos existían.
Un apunte de sonrisa curvó con desenfado su bigote.
¿Serían sus deducciones el primer paso hacia un posible viaje en el tiempo?, se le disparó como una flecha el pensamiento. No lo descartaba. Si se pudiera viajar en un rayo de luz, como tantas veces había imaginado, la dilatación del tiempo sería tan grande que una hora de viaje equivaldría a décadas, tal vez siglos, de vida en la Tierra.
Mundos paralelos con el ritmo acelerado o detenido, vidas repitiéndose en un círculo infinito, una caricia de eternidad entre los dedos…, fantaseó con emoción de chiquillo.
Como en el acertijo del sueño, el futuro se hacía presente para desvanecerse luego en pasado.
¡Cuánta belleza escondía lo desconocido! ¡Cuánta armonía el Universo!

