Anticuento de Navidad

 

Más que el brillo de la victoria, nos conmueve la entereza ante la adversidad.

Octavio Paz

Si esto fuera un cuento de Navidad, la historia que habita sus palabras tendría un final feliz. Pero no, os lo advierto, esto no es un cuento de Navidad. El olor a chocolate caliente y pan tostado que inunda la casa ─aún sobre la mesa la merienda─ podría confundiros. Un rumor de villancicos en la calle, un abeto vestido de colores junto a la puerta del salón, un repique de campanas en la torre de la iglesia… Sí, todo parece  indicar lo que no es. Decorar la casa, llenarla de dulces y música navideña es un acto de resistencia. ¡Qué difícil es todo!, piensa Elisa. ¡Cuánto miedo, cuánta incertidumbre, cuánta fragilidad!

Alberto se  remueve en su sillón y ella acude a consolarlo. Se sienta a su lado, asiste paciente al incomprensible balbuceo de sus labios, calma su desazón con su presencia. La enfermedad ha avanzado mucho en los últimos meses y, a momentos, Elisa nota que la angustia la colapsa. El sentimiento de pérdida es tan grande y tan continuo, tan demoledora la sensación de soledad, tan exigente la responsabilidad que le ha tocado en suerte… El peso de los años parece haber caído a plomo sobre ella, no hay ya alegría en su mirada, el insomnio aplasta su cuerpo y la culpa enmudece su queja. Asistir al implacable deterioro del marido la ha transformado en otra persona. Su vida entera gira ahora en torno a él: horarios, actitudes, emociones. La cotidianeidad se ha vuelto complicada, el desánimo se ha  instalado en su pecho y se siente tan cansada…

Los primeros signos aparecieron disfrazados de fatiga. Pequeños olvidos, despistes sin aparente importancia que, sigilosos y taimados, lo fueron llevando hacia otra realidad. Lo desconectaron del mundo hasta aislarlo en un universo inaccesible, en una burbuja de ausencia que Elisa pelea cada día por romper. A veces, pocas pero a veces, un destello de reconocimiento brilla en los ojos del hombre y ella nota entonces un latido amable calentarle el corazón. No se engaña, sabe que el momento pasa y la nada regresa, pero ese instante es para ella una victoria.

 «Estoy aquí, mi amor ─musita con dulzura─. Estoy aquí».

El desasosiego cede paso a la calma y una sonrisa ilumina el rostro de Elisa.

«Lo sabes, ¿verdad? ¡Claro que sí! Soy yo. Tú brújula, tú memoria».

El mal lo ha devorado, apenas queda nada de la persona que era, del hombre inteligente y bueno que ha sido tantos años leal compañero de vida. ¡Maldito alzhéimer que no duele y te destroza!

¿Cómo explicar la impotencia, el sufrimiento que causa presenciar el derrumbe de quien siempre fue tu mundo? La sensación de alerta en Elisa es permanente, una sombra oscura ennegrece sus ojeras, la preocupación hunde sus mejillas y un aire inquieto zarandea su expresión. El nerviosismo la consume, la intuición de una catástrofe que acecha. Pero la catástrofe ya ha pasado, algo muy malo que le ha hecho trizas el futuro y ha teñido su presente de tristeza.

Un timbrazo del móvil, le hace girar la vista hacia la pantalla. Lo deja sonar hasta que calla y pulsa luego el botón de silencio. Es Navidad y llamadas y mensajes se amontonan pero no, hoy no tiene ganas de conversación ni cháchara intrascendente. Ya responderá más tarde. Algo ingeniará después para vestir de fiesta su desgarro. Se acurruca junto a Alberto en el sillón y apoya la cabeza sobre su hombro, muy despacio, con cuidado de no sobresaltarle. Le toma la mano, acaricia la calidez de su palma y enlaza sus dedos a los suyos. «Feliz Navidad, cariño mío», murmura apenas en su oído. Cierra los ojos y suspira. La mente se desvanece mas el amor queda, esa es su única certeza.

Y el pensamiento la conforta, pero… Algo en ella duele sin tregua. En algún sitio, en su interior, no sabe dónde. Cree que es el alma.

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