Aprendiz de brujo

 

Harry, Ron, Hermione… Cada noche sus amigos saltaban de las páginas del libro y se acurrucaban en su almohada. Martín vivía obsesionado por el enigma de Harry. Leía y releía su historia sin cesar, coleccionaba todo tipo de objetos relacionados con la saga y su habitación parecía sacada del mismísimo Hogwarts. Una réplica exacta de la varita del niño había sido su última adquisición, pósters de las películas llenaban las paredes y una capa gryffindor dormía desmadejada a los pies de su cama. Soñaba ser un mago famoso, vivir peligros y aventuras, lanzar conjuros y volar a lomos de una escoba.

Pero Martín no se conformaba solo con soñar. Él quería ser un mago de verdad, así que ni corto ni perezoso puso manos a la obra y empezó a estudiar las reglas de la magia. Aprendió enseguida algunos trucos sencillos que lo hicieron popular en el colegio y un día decidió fundar un club. El club Potter, lo presentó a sus compañeros, dedicado a inventar hechizos y practicar encantamientos. Por supuesto, él sería el presidente pero cualquier mago voluntarioso encontraría allí su lugar.

El hechizo de localización fue su primera ocurrencia. Su abuela ya nunca perdería la cartera, las llaves o las gafas, resolvió con una sonrisa. Luego llegó el encantamiento de reparación y los juguetes rotos de su hermano  aparecían de repente como nuevos. Con el conjuro contra las artes oscuras puso fin a las trastadas del abusón de clase y un relámpago de asombro iluminó la mirada de su tutora.

¡Por las barbas de Merlín! Aquel chiquillo tenía un don y nadie parecía darse cuenta.

Una idea aleteó traviesa en torno a la maestra. Lo que sugería era arriesgado y precisaría alguna que otra autorización pero… sí, era posible, estaba segura. Al menos merecía la pena intentarlo, se dijo llena de emoción.

─El chiquillo tiene ojos curiosos y corazón valiente ─argumentó días después ante la junta directiva de la escuela─ Solo os pido una prueba. Que valoréis la posibilidad…

─¡Ni hablar! ─la interrumpió tajante el jefe de estudios─ Lo que propones es tremendamente irregular, Minerva. ¡No, no, no! ¡Imposible!

─¡Pero el niño merece ser instruido! Su alma está llena de magia y…

─¡Qué no! ─la cortó de nuevo─ A estas alturas no podemos permitirnos ningún fallo. Si alguien descubriera lo que hacemos…¡Qué locura! Lo siento, pero no.

La discusión había tensado el ambiente del claustro. Los profesores tomaban partido por una u otra postura mientras, de pie frente a la ventana, el director meditaba en silencio. También él se debatía entre la incertidumbre y la esperanza, pero…

─Si el miedo nos impide transmitir nuestro legado ─habló por fin, dándose la vuelta─, ¿de qué sirve lo que hacemos?, ¿matará la prudencia nuestra alquimia?, ¿desaparecerá con nosotros su poder? Pensadlo, si todo ha de perderse, ¿de qué sirve lo que hacemos?

Las palabras flotaron lentas en el aire de la sala para caer luego a plomo sobre escrúpulos y flaquezas. Nadie se atrevió a quebrarlas y la reunión se disolvió con ellas.

El curso entretanto prosiguió su camino. Las clases transcurrían rutinarias mientras el club Potter ganaba adeptos y la reputación de Martín excedía poco a poco los lindes de la escuela.

«¡Porque lo imposible a veces sucede! ─iniciaba siempre su espectáculo con un golpe de varita─ ¡Bienvenidos al mundo de la magia y la ilusión!».

Fiestas de aniversario, funciones navideñas… El niño mago era garantía de éxito y el barrio entero requería su presencia.

«Tu talento es asombroso, muchacho ─lo felicitó una tarde un anciano de rostro amable y aspecto descuidado al terminar una actuación─, guárdale fidelidad y nunca lo perviertas».

Sorprendido por aquel extraño elogio, el chico apenas acertó a esbozar una sonrisa tímida mientras el hombre se alejaba por el parque con una rapidez impropia de sus años.

La mañana siguiente Martín se levantó temprano. Un repiqueteo en su persiana lo había despertado. Los golpes eran suaves pero tan insistentes ─«toc-toc, toc-toc»─ que no pudo volver a dormir. Se desperezó con indolencia y saltó de la cama. Era el día de su undécimo cumpleaños y al abrir la ventana para ver qué ocurría al otro lado, una lechuza blanca se coló en su cuarto. Revoloteó un instante por la habitación, dejó caer entre las sábanas la carta que portaba en el pico y fue a posarse sobre el hombro del niño.

«Porque lo imposible a veces sucede», parecía querer susurrarle al oído.

 

 

 

Relato publicado en la antología de El Tintero de Oro Juke ink box (diciembre 2024)

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