
El cumpleaños del alcalde se acercaba. Era el evento más esperado del año y los habitantes del pueblo preparaban sus mejores galas. Siempre con una sonrisa en el rostro, el señor Gómez era conocido por ser la persona más feliz de la villa. Su alegría era contagiosa y la transmitía sin esfuerzo a quien quisiera compartir con él un momento apenas de conversación.
«La felicidad no es un estado de ánimo ─repetía con insistencia en sus discursos─, es una forma de vida, una elección sobre el modo de encarar los más arduos desafíos de este mundo. ¡Claro que todos tenemos tristezas! ─continuaba ante la mirada atónita de sus vecinos─ ¡Por supuesto! Pero no hemos de dejar que las amarguras nos definan. ¡Elijamos las pequeñas maravillas que atraviesan cada día!».
Así había ido ganando poco a poco la confianza de sus paisanos, nadie recordaba ya los años que llevaba rigiendo sus destinos pero sí que aquella filosofía había vuelto sus vidas del revés como un calcetín. Y su aniversario era la oportunidad perfecta para agradecérselo con una alegre y extravagante celebración.
Los preparativos comenzaban semanas antes con la división de los vecinos en equipos para planificar los distintos aspectos de la fiesta. Un grupo se encargaba de la decoración, otro de la comida, un tercero de los juegos, de la música, del baile… Cada año trataban de superar al anterior, empeñados en regalarle un día inolvidable.
Hasta que al fin llegó la fecha.
El pueblo amaneció cubierto de globos y guirnaldas, un reguero de mesas repletas de comida llenaba la plaza y una enorme carpa con la leyenda «¡Feliz cumpleaños, querido alcalde!» sobre ella, hacía de pista de baile.
La música comenzó a sonar y el homenajeado saludó entre vítores. Payasos, magos, malabaristas, encadenaban actuaciones sin cesar, el espíritu festivo inundaba el aire y con la tonada improvisada de unos niños, la emoción llenó de lágrimas los ojos del hombre.
Las horas volaron teñidas de pastel de chocolate, bromas y risas y cuando ya de madrugada terminó el convite, todos marcharon a dormir con un abrazo entre las manos y una sonrisa a flor de labios. Un gesto que no se desvaneció durante días, feliz recordatorio de la alegría que ocultan siempre las cosas pequeñitas de la vida.

