
Desde niño fantaseaba con volar. Si pudiera planear despacito entre las nubes ─se decía─ perseguir por el cielo a las gaviotas, sentir en la nuca la caricia del viento… ¡Oh, qué felicidad! Olvidar por un instante las asperezas de la vida y volar. Simplemente volar. Lejos, muy, muy lejos.
Acodado a la ventana, escuchó de nuevo aquella voz que lo llamaba: «ven, no temas, yo te enseñaré a volar». Sus alas rotas se agitaron, sus pies perdieron el suelo, un suspiro leve tiritó en el aire… Y, al alzar el vuelo, un latido de esperanza sacudió su corazón.

