
Last Christmas I gave you my heart…
¡Feliz Navidad!
All I want for Christmas is you…
¡Felices fiestas!
Santa Claus is comin´ to town…
Una maraña de villancicos y felicitaciones inundaba la ciudad, guirnaldas y luces de colores adornaban las calles, los comercios bullían repletos de gente. Era Nochebuena. Otra Nochebuena idéntica a todas las demás: compras compulsivas, sobreactuación en los gestos, palabras huecas dibujando un espejismo de felicidad.
Silvia atravesó la plaza con prisas. La pequeña fiesta que habían celebrado esa tarde en la oficina sería su única concesión a un estereotipo vacío de esencia. Huyó de la muchedumbre y el estruendo y se refugió un instante en la pequeña iglesia de San Martín. Una anciana pasaba junto al altar las cuentas de un rosario, el aire olía a incienso, en el Nacimiento María y José aguardaban la llegada del Niño. Se sentó en el último banco de la fila, cerró los ojos y dejó que el silencio apaciguara su mente.
La Navidad había sido siempre una época bonita para ella, un tiempo de ilusión que las pérdidas y los años teñían ahora de ausencia. Así es la vida ─se dijo, en un intento por espantar la nostalgia─, una cadena de penas y alegrías trenzada al corazón. Pero a veces los recuerdos dolían y el disfraz de risa con que camuflaba en público su tristeza agrandaba la herida. «No son días para estar sola», repetían una y mil veces sus amigos, empeñados en incorporarla a su maratón de festejos navideño. ¿No lo eran?, ¿por qué no iban a serlo?, ¿qué tenía la soledad para asustar de esa manera? Era necesaria en algunos momentos, pensaba Silvia, curativa y benéfica para el alma. Así lo sentía ella, al menos. Y era precisamente en esos días cuando más necesitaba aislarse del ruido, de la falsa euforia que asaltaba sin razón a grandes y pequeños: cenas y comidas desmedidas, burbujas de champán emborrachando una mentira, avidez en los regalos, cartón piedra en las sonrisas…
Las campanas del reloj de la iglesia al dar la hora la trajeron de vuelta a la realidad. Se levantó con desgana, salió de la capilla y se incorporó de nuevo a la riada de transeúntes que desbordaba las aceras. Las tiendas ya echaban el cierre y un ambiente de preparativos flotaba en el aire.
Llegó a casa con un suspiro de alivio entre los labios, cerró la puerta, giró la llave y solo entonces se notó contenta. Dos largos días se extendían ante ella, sin obligaciones ni compromisos. Con esa idea en la cabeza arrojó por el desagüe de la ducha el cansancio del día, se puso un pijama calentito y recogiendo en una coleta su melena marchó directa a la cocina. Un humeante tazón de chocolate, un bizcocho de nueces y canela… Mmmm, ¡qué rico! Colocó su botín en una bandeja, lo dejó sobre el sofá y encendió el televisor. Los créditos de ¡Qué bello es vivir! en la pantalla la reconciliaron de inmediato con el mundo. Sobre la mesa, Mujercitas y el cuento de Dickens aguardaban su turno. Lista para iniciar su propia tradición navideña, se atrincheró entre mantas y cojines, dio un bocado a su bizcocho y sacudiéndose las migas ─¡ay, qué felicidad!─ sonrió con glotonería.
