Muerte en el lago

 

«Ramón Hernández, detective privado». La placa en la puerta de mi despacho pendía descolgada de uno de sus goznes. Apenas la colocaba en una posición aceptable aquella maldita volvía a derrumbarse así que, harto de intentarlo, claudiqué y renuncié a enderezarla. No era buena carta de presentación, lo reconozco, pero qué gran metáfora de mi situación en ese tiempo. La agencia agonizaba. Mis fantasías novelescas se daban de bruces contra la realidad y mi mueca a lo Humphrey Bogart perdía intensidad a fuerza de no usarla. Solo algún trabajillo de poca monta nos mantenía aún a flote pero las deudas se acumulaban y Roberta, mi leal secretaria, perdía ya la cuenta de los sueldos incobrados.

Por eso el encargo de Miranda Santos resultó tan providencial. Un día sus nudillos golpearon aquella puerta calamitosa que delataba mi naufragio y, tras un instante de duda, cruzó el umbral, se llevó la mano al cabello con gesto indolente para apartar un mechón que le caía sobre el rostro y sin tomar asiento, de pie frente al ventanal de mi despacho, comenzó su historia.

─Lo que voy a contarle es algo extraño ─murmuró aún dándome la espalda. El sonido ronco de su voz erizó el vello de mi nuca y un mal presentimiento puso en alerta mis sentidos─, no me interrumpa y no cuestione lo que digo. Un hombre ha muerto. Yo… creo conocer al culpable pero… no puedo. No soy capaz de delatarle. Esa es la misión que le encomiendo: desenmascarar al asesino, revelar sus motivos y darlo a la justicia.

Calló un instante y se giró hacia mí con nerviosismo. Un relámpago de miedo brillaba en sus ojos. Supe que decía la verdad y, casi sin pensar, acepté entonces el caso más insólito de toda mi carrera.

Me obsesioné con Miranda. Sus rizos negros, sus ojos asustados, su aire de infinito desamparo asaltaban mi mente a toda hora. Se negaba a revelar el nombre del culpable por falta de pruebas ─decía─, intentaba que yo, libre de prejuicios, confirmara sus sospechas. Pero algo más oscuro habitaba su silencio.

Al repasar el dosier que dejó sobre mi mesa, una carpeta con fotos y ligeros apuntes personales, recordé el caso. La muerte de Andrés Peralta había protagonizado meses atrás la crónica de sucesos. Un hombre de unos cuarenta años, alto, fibroso, de rostro inteligente y aspecto distinguido, ahogado en un pequeño lago de la urbanización Los Abedules.

Miranda y su marido celebraban el cóctel de inauguración de su nueva residencia. Él, Jacobo Espinar, acababa de ganar un importante premio literario y era el hombre de moda: un escritor reconocido, glamuroso y refinado, una bella mujer por esposa, un par de gemelos… Las cosas le iban bien. Era su momento. Había llegado al lugar que ambicionaba y estaba decidido a disfrutarlo.

Medio centenar de personas acudió al evento, escogidas todas por su relevancia social o literaria. Peralta llegó con retraso, se encerró unos minutos con el anfitrión en la biblioteca y salió luego dando un portazo. Nadie volvió a verlo hasta que, al amanecer, el guarda de turno halló su cuerpo flotando en el lago. Boca abajo, sin señales de violencia.

La policía consideró el suceso un accidente y cerró el caso de inmediato. Era lo que parecía, por supuesto. No había indicios de delito. Pero entonces… ¿por qué Miranda Santos habló de asesinato?  Y, sobre todo, ¿de qué tenía tanto miedo?, ¿qué era lo que había descubierto?

Peralta y su marido habían sido amigos durante los años de universidad. La vida separó luego sus caminos y Miranda no supo de él hasta el día de la fiesta. No había sido invitado, irrumpió por sorpresa, muy alterado. Discutió con el escritor y marchó poco después como alma llevada por el diablo.

Jacobo se negó a hablar del incidente pero era obvio que el enfrentamiento lo había trastornado. Abandonó al instante la velada y, tras el hallazgo del cadáver, se sumió durante días en un silencio esquivo. Luego el  tiempo serenó su ánimo y todo fue quedando poco a poco en el olvido.

Y ahora, tantos meses después… Miranda.

Andrés Peralta tenía la clave del misterio y por él comencé mis pesquisas. Cronista de cultura de un reputado semanario, sus reportajes, siempre irónicos y punzantes, le habían hecho ganar cierto prestigio. Su nombre era conocido en el mundillo y sus críticas encumbraban o eclipsaban carreras: músicos, escritores, cineastas… buscaban su aprobación a toda costa. Pero Jacobo no la necesitaba, ya tenía el reconocimiento que ansiaba y no había motivo de inquietud.

¿No lo había?

Una pieza del puzle encajó de repente en mi cabeza.

Y si…

Las preguntas se atropellaban en mi mente en una cadena de hipótesis que no lograba demostrar.

Hasta que de pronto, una tarde, Roberta resolvió el enigma.

«El fraude Espinar», un archivo en el portátil de Peralta que mi secretaria encontró revisando documentos fue la prueba decisiva. El artículo desmontaba sin piedad al autor que Jacobo nunca fue, a un hombre que firmaba novelas que otros le escribían y ponía rostro a éxitos ajenos.

No soportó saberse descubierto y… Lo que ocurrió en el lago no fue desde luego un accidente.

Miranda ─comprendí al fin─ no pretendía que yo confirmara sus sospechas. Quería que las descartara por absurdas. De algún modo también ella intuyó el crimen y ansiaba un explicación que exculpara a su marido.

¡Pobre Miranda!

No fui capaz de contentarla.

 

 

 

Relato publicado en la revista «Escribiendo a hombros de gigantes» de El Tintero de Oro. Septiembre 2022.

Deja un comentario