
Doña Angustias trasteaba en la cocina cuando el inspector Gálvez llamó a su puerta aquella mañana.
─Pase, hijo, pase, lo invitó la anciana pasillo arriba.
Con semblante serio y gesto reticente, la observó un instante enfrascada en su labor: un cazo de leche al fuego, un azucarero a medio llenar, un paquete recién abierto de bizcochos.
─¡Pero qué dice, hombre! ─interrumpió ella su amago de disculpa─ ¡Cómo va a ser usted una molestia! Al contrario, si tengo siempre tan poca compañía…
Acercó una silla y le sirvió un café.
─Bueno, pues usted dirá, sonrió la mujer sentándose a su lado.
─Mire, doña Angustias, no voy a andarme con rodeos ─tragó de un sorbo su café y extrajo del maletín un documento─ algo muy raro ocurre en este piso. La trabajadora social que la visitaba desapareció sin rastro hace más de un año, tres meses atrás lo hizo el portero de la finca y ahora…
Un temblor extraño sacudió de pronto las manos del inspector.
… Ahora la madre de su vecina…
Sus ojos se nublaban.
…También denuncia…
─¡Criatura!, ironizó triunfante doña Angustias al verlo desplomarse.
Gálvez miró espantado a la mujer, la taza vacía frente a él y…
Tras confirmar que ya no respiraba, doña Angustias arrastró el cuerpo hasta el ascensor ─demasiado imprudente conservar este trofeo, musitó, ¡lástima!─, cogió luego la cesta de la compra y bajó por la escalera.
En la calle, las luces de un coche de policía parpadeaban insistentes.
¡Menuda sorpresa iba a llevarse alguien enseguida!
Relato publicado en el nº 5 de la revista de El Tintero de Oro «El club de la microficción» (noviembre 2022)


