
No entregues nunca tu corazón a un ser salvaje…
Publicada en 1958 y llevada luego al cine (dos años después) por Blake Edwards, resulta imposible desligar a la protagonista de esta historia, Holly Golihgtly, de la imagen de Audrey Hepburn con que arranca la película: gafas oscuras, collar de perlas, guantes largos, vestido de Givenchy… parada un instante frente al escaparate de Tiffany’s, dando la espalda al espectador, mientras come un croissant y suenan los primeros acordes de Moon River. Una primera secuencia inolvidable que eclipsaría para siempre a la Holly creada por Capote.
«Desayuno en Tiffany´s» es una novela breve, narrada a modo de recuerdo por un antiguo vecino de la protagonista que, años después, rememora su historia y el hechizo que la chica ejerció sobre él. Tan grande que no ha podido olvidarla.
Atractiva sin llegar a ser guapa, excéntrica, carismática, independiente, caprichosa, Holly es una joven neoyorkina que vive el presente de fiesta en fiesta, un espíritu libre a quien los hombres (siempre adinerados y mayores) pagan por sus atenciones, mientras ella sueña un paraíso inexistente al que poder pertenecer un día: un lugar donde sentirse querida y ser feliz que en su imaginación siempre relaciona con Tiffany´s porque allí ─piensa─ nada malo puede suceder.
El narrador, un joven escritor que acaba de mudarse al edificio y se instala justo sobre ella, se irá convirtiendo poco a poco en su confidente para descubrir un pasado algo turbio y repleto de secretos e ir enamorándose platónicamente, sin remedio.
Sobre ese punto de partida, Capote arma un relato sencillo y envolvente, con pinceladas de humor y toques de melancolía, que se va oscureciendo conforme avanza la historia de Holly y se desvelan las circunstancias de su vida, las consecuencias de ciertas decisiones, la carga de pena y soledad que arrastra y le impide amar, hasta el punto de ser incapaz de dar nombre al gato callejero que recogió una noche junto al río porque ─dice─ ambos son libres, no se pertenecen y no deben, por ello, encariñarse en exceso.
Tampoco, quizá por la misma razón, el narrador de la historia tiene un nombre. Ella no lo pregunta y, al momento de conocerlo, decide llamarle Fred en recuerdo de un hermano a quien no ve hace años y parece ser la única persona importante para ella.
Entre la picardía y la inocencia, entre la malicia y la honestidad, el autor da voz a un personaje inolvidable, desamparado bajo la máscara de frivolidad que lo protege, desengañado y cautivador. Saltando del drama a la comedia, de la indiferencia al remordimiento, de la esperanza al desamparo, asoma al lector al alma de una mujer emocionalmente muy compleja, acostumbrada desde niña a disfrazar sus sentimientos para no resultar herida.
Historia agridulce, repleta de contrastes, muy suavizada por una versión cinematográfica que Capote rechazó siempre por ese motivo, pese a haber inmortalizado al personaje y haberlo convertido en un icono. La película, no obstante, se mantiene fiel en todo momento al espíritu de la novela y respeta el tono de la historia, entrelazando como ella ironía y desamparo. Es cierto que le da un final diferente (mucho más amable), que omite o rebaja determinadas situaciones y que la interpretación de Audrey Hepburn reviste a Holly de un halo de elegancia y sofisticación del que carece en la novela, más vulgar y descarada en ella (Capote, al parecer, prefería por eso a Marilyn Monroe en quien, se dice, ya pensaba al escribirla). La película, sin embargo, es pura magia: emotiva, sutil, luminosa. Ganó el óscar a la mejor banda sonora (Henry Mancini) y a la mejor canción original (mítica escena la del ukelele y el Moon River en la escalera de incendios) e hizo ya impensable una Holly con rosto diferente del de Audrey.
Reseña publicada en la revista «Escribiendo a hombros de gigantes» de El Tintero de Oro. Junio 2022.
