Una bufanda de colores

 

Había comenzado a nevar, los copos pintaban las calles de blanco, el aire olía a Navidad. Asomada a la ventana, Clara luchaba por no sucumbir a la nostalgia. La Navidad había sido siempre su época favorita del año, un pequeño milagro que incendiaba de magia el invierno. Pero ahora… Ahora le parecía una celebración hueca y gastada. Las guirnaldas de colores, el falso entusiasmo de las fiestas, la engañosa amabilidad de los centros comerciales, habían usurpado su esencia. La habían convertido en un tiempo sin alma donde nada era ya como debía.

Quizá no estuviera siendo justa ─se dijo, con un nudo de culpa atravesado en la garganta─, quizá solo ocurría que la edad marchitaba el ensueño, que la ilusión se desvanecía a golpes de vida y el dolor asomaba las garras. Pero ese atardecer, mientras las luces de las casas comenzaban a encenderse, ella sentía que el mundo era un lugar triste y oscuro, huérfano de compasión, enfermo de soberbia.

Al otro lado del cristal, una anciana mugrienta pedía limosna arrodillada en la acera. Debía llevar allí un buen rato pero Clara no había reparado en ella. No había detenido la mirada en su cuerpo encorvado, en sus mejillas hundidas, en sus manos enrojecidas por el frío… Y si al fin había notado su presencia no fue la mujer envuelta en harapos lo que llamó su atención sino la chiquilla de largas trenzas que se detuvo un instante junto a ella, desenroscó sin pensarlo la bufanda de colores que protegía su cuello y la dejó a sus pies con picardía.

Al darse cuenta de lo que acababa de ocurrir ─enredada en su burbuja de melancolía y suficiencia había caído en lo que un segundo antes sus propios pensamientos condenaban─, el rostro de Clara ardió de vergüenza. ¿Cómo era posible?, ¿cómo no la había visto? Si estaba justo frente a ella.

 «¡Menuda hipócrita!», maldijo en voz alta su ceguera, mientras corría a buscar unas mantas, un termo, algo caliente que ofrecer a la anciana y acallar así su conciencia.

De niña, recordó entonces, solía imaginar que los desconocidos eran ángeles disfrazados. Su padre le había contado alguna vez que, asomados al borde de su nube, los ángeles estaban siempre pendientes de los hombres, que jamás desatendían sus plegarias y corrían a ayudarles cuando su consuelo se hacía necesario. Pero su misión era un secreto. Venían de incógnito y, aunque resultaba por eso difícil reconocerlos, no era algo imposible. Solo requería práctica, fijarse mucho y estar atento a las señales: el joven que daba de comer a un gatito abandonado, la señora que regalaba a un inmigrante solitario una sonrisa, el caballero que ofrecía el brazo a una anciana confundida…

Amabilidad, ternura, cercanía, eran los dones que los ángeles derramaban sobre las almas compasivas. Pequeños milagros cotidianos que parecían no significar nada pero en el momento justo lo significaban todo; que salpicaban el mundo de bondad y de alegría.

«El amor es un desafío, mi niña ─susurraba el padre al final del cuento─, nunca temas aceptar el reto. Recuerda siempre que todos, si se da la circunstancia, podemos ser el ángel de un desconocido».

Pero el tiempo había pasado y ella había olvidado.

«¡Ay, Clarita!», se reprochó con ironía su descuido, echando a correr escaleras abajo, cargada de ropa y provisiones para la mendiga.

 Cruzó de prisa la plaza, miró a uno y otro lado y no la encontró. ¡Qué decepción! ¿Cómo podía haber desaparecido tan rápido? Si apenas había tardado un par de minutos en bajar.

Giró sobre sus pasos para volver a casa con la desilusión pintada en los ojos y entonces, doblada con cuidado en la misma esquina por la que acababa de pasar a la carrera, descubrió la bufanda de colores.

La nieve seguía cayendo. La calle estaba desierta. Un remolino de nubes flotaba sobre las azoteas.

Tras un segundo de duda, Clara tomó al fin la bufanda, la colgó despacito de su cuello, alzó con asombro la mirada al cielo… y comprendió.

Un repique de campanas volaba en el viento.

 «¡Qué tonta ─sonrió, aceptando con deportividad el chasco que se acababa de llevar─, pensar que el ángel era yo!».

El Espíritu de la Navidad había posado de nuevo sus alas sobre ella.

Y un latido de esperanza desheló su corazón.

 

 

 

Tintero de Oro diciembre 2021

Relato publicado en la revista «Escribiendo a hombros de gigantes» de El Tintero de Oro (diciembre 2022) y en la Antología «Relatos al punto de tinta» de El Tintero de Oro (diciembre 2022).

 

 

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