Marte

 

Viajar a las estrellas había sido su sueño desde niña. Asomada a su telescopio dibujaba constelaciones, adivinaba galaxias e inventaba un futuro de exploradora espacial repleto de cohetes, de hallazgos fabulosos y amigables extraterrestres, contentos de contribuir al éxito de su investigación.

 Durante un tiempo Max, un cándido marcianito sospechosamente parecido a E.T. ─¡cuánto la había hecho llorar esa película!─, fue su mejor amigo. Su confidente. También su secreto mejor guardado. En ocasiones, él le reprochaba tanto secretismo pero al final se resignaba. Eran gajes del oficio, se decía: no es posible presentar así como así a un amigo invisible sin que a uno lo tomen por loco. Y un buen amigo comprende esas cosas.

Luego, el tiempo fue pasando y la fantasía se atragantó de realidad. Sofía extravió al pequeño extraterrestre en algún rincón de su memoria pero… no lo olvidó. No del todo, al menos. Aún se colaba en su pensamiento algunas veces y la ingenuidad de ese recuerdo la llevaba a un lugar donde renacía su espíritu de conquista: el empeño irrefrenable, obsesivo casi, por descubrir nuevos mundos.

Podría decirse que lo había conseguido. Tras años de estudio y un minucioso entrenamiento a los mandos de un simulador, lista al fin para solventar sin error cualquier tipo de incidente, Sofía Méndel pilotaba ahora la primera aeronave de pasajeros con destino a Marte.

 Y sin embargo…

Aquello no era lo que tantas veces había imaginado. Cercada por la implacable oscuridad del firmamento, sentía que al aceptar esa misión abandonaba algo que jamás lograría recuperar. Una sensación de irrealidad abrasaba su mente y un latido gélido golpeaba su pecho. No había belleza en esa travesía. Tampoco romanticismo y la ingeniera, como todos los que alguna vez soñaron encender el brillo de una estrella, era una romántica incurable.

Las primeras colonias habían sido fundadas muy poco tiempo antes, tras el fracaso inesperado de las bases lunares. Un centenar apenas de personas repartidas en zonas estratégicas a fin de conocer las opciones de supervivencia que el planeta rojo podía o no ofrecer a los humanos. Físicos, geólogos, médicos, biólogos…, pioneros dispuestos a sacrificar la propia vida en aras del saber y de la ciencia; investigadores que periódicamente remitían a la Tierra las conclusiones de un trabajo cuyos resultados habían sido hasta el momento muy poco halagüeños. Pero el reciente hallazgo de una red de acuíferos subterránea y la expectativa de generar oxígeno de forma artificial habían precipitado los acontecimientos.

En cualquier caso, no había opción.

La humanidad estaba condenada y el éxodo era su única esperanza.

La Tierra había colapsado. Los bosques ardían sin tregua, ríos y mares agonizaban bajo pegajosas capas de plástico, los polos se deshacían en gigantescas cataratas, el sol calcinaba los pastos, extrañas plagas mataban a los hombres y solo el silencio habitaba ya la cáscara vacía que eran pueblos y ciudades.

La emergencia climática tantos años latente había evolucionado hacia una catástrofe imposible de frenar. Cinismo y avaricia habían vencido a la cordura y la vida en el planeta se extinguía. Los humanos la habían aplastado. Siglos de civilización, de arte, de música, de poesía… se perdían para siempre. Animales y plantas desaparecían entre el polvo del desierto e, incapaz de romper la pesadilla, el ser humano caminaba a la deriva.

Los vuelos a Marte eran una solución desesperada, fruto de la angustia y la impotencia. Los futuros colonos ignoraban por completo las circunstancias con que allí se habrían de encontrar, si a largo plazo podrían adaptarse a una atmósfera sin aire o si, atados a sus trajes de astronauta, habrían de permanecer para siempre bajo tierra. Pero por muy hostiles que aquellas circunstancias pudieran resultar, estaban dispuestos a intentarlo. Era su única oportunidad. Y el tiempo se agotaba.

Una sensación de frío y soledad hizo estremecer los nervios de Sofía. Ninguna estrella consolaba la negrura del cosmos y un desamparo helado hería su alma. Tomados de uno en uno, pensó ─una punzada de culpa; un «lo siento, Max» atravesado en la garganta─, quizá sus pasajeros merecieran aquel regalo del destino pero no tomados en conjunto. De eso, no tenía duda. La raza humana era egoísta y destructiva. Había perdido toda su nobleza y no tardaría en arruinar otro planeta.

Muchas otras naves seguirían pronto el mismo rumbo ─la suya no sería la única, tan solo era la vanguardia─. Acudirían en masa, como un aluvión: un enjambre de acero sacudiendo en su zumbido el universo. Matando la magia. Dañando el misterio.

A millones de quilómetros de la Tierra, ajeno todavía a su condena, Marte orbitaba imperturbable, casi desvalido, sereno.

Sin épica, sin romanticismo ni belleza, la invasión había ya dado comienzo.

 

 

 

Mención  honorífica certamen octubre 2021 «El Tintero de Oro «

Relato publicado en la revista «Escribiendo a hombros de gigantes» de El Tintero de Oro (marzo 2022) y en la Antología «Relatos al punto de tinta» de El Tintero de Oro (diciembre 2022).

 

 

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