Bitácoras a la deriva

 

«¡Cuánta belleza en la tristeza! Aroma de añoranza. Olor a salitre. Presagio de tormenta. Firmado: Mareas del Norte». Laura releyó el comentario con una rara mezcla de emoción y desconcierto. Llevaba meses escribiendo Latidos urbanos, un humilde blog perdido en la inmensidad de la red donde a modo de diario volcaba momentos de su vida en Buenos Aires: paseos por San Telmo, conversaciones robadas en cafés, librerías con encanto, cine clásico (mejor en blanco y negro) sorprendido en algún canal de madrugada. Pequeñas instantáneas que traslucían ilusiones, también a veces decepciones, y ordenaban sus días. Mensajes en una botella lanzados al océano digital; a aquel universo extraño, anónimo e inabarcable, donde  poco a poco había encontrado su lugar. Le gustaba imaginar sus palabras flotando a la deriva, navegando hacia un puerto amigo que las acogiera con cariño.

Porque, sí, Laura era una romántica incurable.

Y, pese a ello, el comentario la había sorprendido. Trataba siempre de ser ingeniosa y divertida en sus escritos pero alguien había intuido su melancolía, el poso de soledad que de cuando en cuando se colaba entre líneas sin permiso.

Intrigada, buscó el blog de aquel desconocido, Mareas del Norte, había firmado. Encontró una página sobria y elegante que hablaba de viajes, llena de fotografías al borde del mar: nubes de plomo, acantilados rocosos, espuma de olas, corales y sal.

Se llamaba Diego, vivía en un pueblecito gallego cerca de Finisterre, en el mismísimo fin del mundo, y sus reflexiones, su delicadeza al escribir, la cautivaron de inmediato. Intuyó la herida de un dolor secreto, una fragilidad disfrazada de alegría que ella reconoció de inmediato.

Y… érase que se era, Laura respondió a su comentario. «Gracias por hacer visible lo invisible ─tecleó con un pellizco de ternura entre los dedos─, por dar voz a mis silencios».

Comenzó así una correspondencia cruzada, tímida al principio, cercana e íntima poco después, que les descubrió afinidades, cicatrices, pasiones comunes. Escribían como si dejasen miguitas de pan que el otro debiera seguir a través de un bosque encantado. Se leían con atención y sus corazones latían al unísono desde las orillas opuestas de un mismo mar.

El tiempo fue pasando, tejió complicidades, alumbró certezas, les fue guiando hacia lo que al cruzar sus caminos el destino les tenía preparado. Con cuidado. Con exquisita sutileza.

«A quien abraza quimeras al borde del abismo, donde el viento ruge y las rocas sueñan», le dedicó al fin Laura un poema nacido de su insomnio una noche sin luna. Versos tibios, casi de cristal, que brotaron repentinos y arañaron dos silencios.

 Y Diego respondió.

En un relato titulado «La escritora que llegó del sur» recreó el encuentro imaginario de dos desconocidos en la terminal de un aeropuerto: dos miradas que se anclan, dos sonrisas sin palabras, dos esperanzas que se buscan.

Porque, sí, Diego también era un romántico incurable.

«Mi turno», suspiró entonces Laura, aceptando el desafío. Una bandada de mariposas anidó en su estómago y un atisbo de futuro sacudió sus miedos al ponerse en marcha.

Érase que se era un pasaje de avión y dos enamorados.

Érase que se era un viaje rumbo al fin del mundo.

Érase que se era una caricia en el aire, un felices para siempre, un banquete de perdices en un cuento con final feliz.

 

 

 

  Segundo Premio I Concurso Literario IAdicto Digital 

 

 

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