
…Como si detrás de la esperanza siempre tuviera que agazaparse el miedo.
Tercera de las hermanas Brontë y quizá la más desconocida, Anne (1820-1849) publicó tanto «Agnes Grey» como «La inquilina de Wildfell Hall», sus dos únicas novelas, bajo el pseudónimo masculino de Acton Bell.
Cuenta ella misma en el prólogo que incorporó a la segunda edición de «La inquilina de Wildfell Hall» tras las tremendas críticas recibidas por escribir, decían, «con una predilección morbosa por lo grosero, cuando no lo brutal», que nunca fue su objetivo el de simplemente entretener al lector sino el de decir la verdad y mostrar las consecuencias de ciertos comportamientos sin ocultar bajo una engañosa delicadeza lo hiriente de las mismas.
Afirma, asimismo, respecto a las dudas planteadas ya entonces sobre la identidad del autor de la novela y la posibilidad de que su nombre fuera ficticio que nada debería importar si tras él se esconde un hombre o una mujer pues «si un libro es bueno, lo es independientemente del sexo de quien lo ha escrito. Todas las novelas se escriben, o deben ser escritas, para que las lean hombres y mujeres, y no puedo concebir que un hombre se permita escribir algo que sea realmente vergonzoso para una mujer, o que una mujer sea censurada por escribir algo que sea conveniente y adecuado para un hombre». Toda una declaración de intenciones para ese año de 1848 que alumbró la segunda edición de su historia.
Narrada a través de dos líneas temporales, presente y pasado, la trama nos adentra en la vida de Helen Graham, una misteriosa viuda que junto a su niño y una vieja criada se instala de pronto en la ruinosa mansión de Wildfell Hall. La casa ha permanecido deshabitada durante años y la nueva inquilina pronto suscita la curiosidad de los vecinos del pueblo (la maledicencia, en ocasiones) y la admiración de un joven rendido por completo a su belleza.
Años después, ese joven admirador relatará la historia de la viuda e irá desvelando poco a poco el misterio de su situación en una serie de cartas escritas a su cuñado, donde intercala extractos de un antiguo diario de la mujer que por circunstancias ha llegado a sus manos y revela sus propios sentimientos (actuales y pasados) hacia ella.
El diario de Helen es el recurso de que se sirve la autora para exponer el sufrimiento de su protagonista, darle voz y dejar que sea ella misma quien relate las miserias de un matrimonio fracasado, marcado por la violencia y el alcoholismo de un marido poco virtuoso que humilla a su esposa a la menor oportunidad, la maltrata psicológicamente de todos los modos posibles y acaba siendo una nefasta influencia para el hijo; de la vergüenza, la soledad e indefensión a que ello la conduce.
El libertinaje y la degradación en que inevitablemente derivan ciertos excesos, la confrontación entre el bien y el mal, el duelo entre la virtud y el oprobio, es lo que la historia aborda sin tapujos, de un modo tan descarnado que llegó a herir la sensibilidad de alguno de sus primeros lectores y fue lo que motivó la dureza de las críticas con que fue recibida.
Pese a la intención moralizante y el reproche que pretende, la trama resulta muy atractiva y engancha de inmediato. La narración es ágil, los personajes todos muy bien construidos (no solo los protagonistas sino toda la red de amigos, familia o sirvientes que se articula en torno a ellos) y la ambientación repleta de detalle y delicadeza.
Novela arriesgada y muy valiente para la época (novedoso también para el momento el recurso de las cartas y el modo de insertar una historia dentro de otra, haciéndolas confluir en la resolución argumental), muy crítica respecto al papel de la mujer en la sociedad victoriana, el sometimiento extremo a que se encontraba sujeta y la enormidad de los prejuicios que caían sobre ella.