
He matado a un hombre. Otro. Uno más. Hace exactamente dos horas y diecisiete minutos. No ha sido el único, ya digo. Hubo otros antes. Muchos. Siempre con premeditación y alevosía. A sangre fría. Así actúo. Lo confieso ahora sin dolor, sin culpa ni arrepentimiento. Y no busco perdón. Tampoco acallar mi conciencia. Sólo ocurre que por alguna extraña razón que ni yo misma del todo comprendo, sentí de pronto el impulso de contar lo sucedido. Quizá busque en el fondo −sí, todo es posible− algo de comprensión. Quién sabe.
Difícil, en cualquier caso, me resulta precisar con exactitud cuántos hombres murieron o quedaron, a lo largo de los años, malheridos por mi causa. Pero sé, y absoluta es mi certeza, que este último que tal vez ahora aún se debata entre la vida y la muerte, agonizante, sin todavía dar crédito (nunca lo hacen) a lo ocurrido, no será el último. Continuar leyendo «Confesión»










