El secreto de las hadas

 

Me llamo Marina y soy un hada. En serio, borrad esa sonrisilla burlona de la cara porque es cierto. Vengo del país de la magia y no conozco lo imposible. Bueno, hasta ahora, quiero decir. No conocía lo imposible hasta ahora. Por algún motivo mis hechizos han perdido su eficacia, no consigo desplegar mis alas y el polvo de estrellas se tiñe de ceniza al roce de mis dedos. ¡Qué sensación más extraña!

Pero me estoy adelantando. Mejor os cuento despacito mi historia. Veréis, yo vivía en el valle de las Aguas Encantadas. El lugar más hermoso que podáis imaginar. Un mosaico de color donde siempre es primavera, los árboles hablan y nada malo sucede jamás. Acababa de celebrarse la reunión anual de hadas y me habían ascendido a la categoría de madrina. No todas lo somos, como suele creerse. Es un puesto bien codiciado y no sabéis lo que cuesta ganarlo. El caso es que yo lo había conseguido. Por fin era un hada madrina y estaba feliz. Olga, una recién nacida risueña y preciosa, fue la niña que el comité me asignó como ahijada, no sin antes haber verificado a conciencia mi aptitud para el cargo. El mundo de los humanos, tan atractivo y enigmático siempre, también resulta en ocasiones peligroso y puede dañarnos de un modo irreparable. Continuar leyendo «El secreto de las hadas»

Desconcierto

 

La mirada del hombre lo incomoda. Sus ojos lo radiografían con descaro, lo escudriñan insolentes; sin doblez, desfachatados. Tuerce el gesto en una mueca de disgusto y se aproxima. Duda, parece a punto de hablar pero… la confidencia se le muere entre los labios. Retrocede. Se aleja dos pasos. No se marcha. No habla. No sonríe. Permanece parado frente a él, observándole, juzgándole…

¿Quién será este borracho?, piensa aferrado al maletín que sostiene entre las manos. Camina de regreso a casa por la avenida, cabizbajo y angustiado. Acaban de despedirle del trabajo y no tiene ánimo para majaderías. Solo quiere llegar, beber un whisky en su sillón y olvidarse del mundo. Pero los ojos de ese hombre lo persiguen. Parado en la acera, no logra desprenderse de ellos. ¿Qué hay en ese rostro que lo inquieta de ese modo? Observa los surcos de su frente, el temblor de sus manos, su aspecto de ejecutivo descuidado. Pasan los segundos, se retan en silencio… Y de pronto, un relámpago de lucidez lo golpea por sorpresa. Enrojece de vergüenza, traga el nudo que se enreda a su garganta y con el corazón disparado continúa su camino. Apenas se aleja, un reflejo más feliz asoma entre destellos al cristal del escaparate.

 

 

 

Relato para el microrreto de El Tintero de Oro «De la escena al micro«, inspirado en la película «Días de vino y rosas».

 

Un tipo con suerte

 

No soy un cleptómano, ¡qué ocurrencia!, y me ofende terriblemente que hayan llegado a imaginar tal cosa. Solo soy un tipo con suerte. Un coleccionista, si precisan catalogarme de algún modo. Un guardián de extravíos ajenos. Sí, me gusta esa expresión y pronto verán lo bien que me define.

 Aunque no lo crean, cada día, en cada esquina, tropiezo con hallazgos de lo más insospechado. Esta ciudad está llena de tesoros. Al parecer, sin embargo, poca gente los detecta y no entiendo por qué ni cómo es posible que pasen tan inadvertidos. Que nadie se percate de la existencia de tales maravillas cuando a mí, a toda hora, me asaltan por sorpresa. Me parece algo fascinante, lo confieso. Solo es cuestión de andar alerta y con los ojos bien abiertos para no perder la oportunidad. Nunca se sabe lo que uno habrá de precisar en este mundo tan cambiante. Ya ven, hoy ha sido el libro que curioseaba a su llegada el que por algún motivo captó mi atención. Algo malherido y deshojado ─cierto es─ pero suficiente para aliviar el tedio de mis horas. En otro tiempo fui poeta, ¿saben ustedes? No del todo malo, creo yo, aunque, bueno, la literatura es un oficio bien precario y no solo de palabras vive el hombre. De cuando en cuando también precisa una hogaza de pan. Ahora soy inventor. Trabajo en un proyecto ultra secreto del que pronto tendrán noticia, créanlo. Un artilugio de lo más singular que me hará rico y famoso en el planeta entero. Pero no adelantemos acontecimientos y no me tiren de la lengua que ya les digo que el tema está bajo secreto y no puedo hablar. Continuar leyendo «Un tipo con suerte»

Turbulencias

 

De espaldas a la ventana, Amelia intentaba no hacer caso a la tormenta. «No tengas miedo, chiquitina ─tranquilizaba en un susurro a su muñeca─, los truenos no hacen nada, solo ruido, mucho ruido. Antes a mí también me asustaban, ¿sabes?, pero ahora que soy grande ya no ─Brrrmmm, la desmintió el cielo con estrépito─. Bueno, a lo mejor todavía un poco sí… Ven, vamos a escondernos dentro del armario, ya verás qué tranquilitas estamos».

─Mamáááa ─el grito de Álvaro la sacó de su refugio─ la he encontradoooo.

Acurrucada entre abrigos y mantas viejas, Amelia parecía un pajarito asustado.

─Ven, abuela, ven conmigo ─la abrazo el chiquillo, recogiendo del suelo la muñeca─, no llores. ¡Mira! ¡Mira, si ya escampa! Continuar leyendo «Turbulencias»

Ícaro

 

Desde niño fantaseaba con volar. Si pudiera planear despacito entre las nubes ─se decía─ perseguir por el cielo a las gaviotas, sentir en la nuca la caricia del viento… ¡Oh, qué felicidad! Olvidar por un instante las asperezas de la vida y volar. Simplemente volar. Lejos, muy, muy lejos.

Acodado a la ventana, escuchó de nuevo aquella voz que lo llamaba: «ven, no temas, yo te enseñaré a volar». Sus alas rotas se agitaron, sus pies perdieron el suelo, un suspiro leve tiritó en el aire… Y, al alzar el vuelo, un latido de esperanza sacudió su corazón. Continuar leyendo «Ícaro»

Tradiciones

 

Last Christmas I gave you my heart…

¡Feliz Navidad!

All I want for Christmas is you…

¡Felices fiestas!

Santa Claus is comin´ to town…

Una maraña de villancicos y felicitaciones inundaba la ciudad, guirnaldas y luces de colores adornaban las calles, los comercios bullían repletos de gente. Era Nochebuena. Otra Nochebuena idéntica a todas las demás: compras compulsivas, sobreactuación en los gestos, palabras huecas dibujando un espejismo de felicidad. Continuar leyendo «Tradiciones»

Plan de estudios

 

Lo mejor de estar enferma eran los cuentos del abuelo. Nadia llevaba una semana en cama con fiebre. Una gripe traidora que pescó por desobediente un día de lluvia ─mamá no la dejaba salir de casa esos días y ella se escabulló sin permiso─ la había confinado a la soledad de su habitación. Solo Nina, el robot enfermera a cargo de vigilar su estado, tenía permiso para entrar a verla. Tres veces al día, la androide medía su temperatura, comprobaba las constantes de la niña y enviaba a la madre un informe  detallado sobre su evolución. Los hologramas de mamá y papá también la acompañaban de vez en cuando. Flotaban unos minutos en el aire, contaban algo divertido de su día y le soplaban luego un beso con un guiño. No era lo mismo que tenerlos de verdad pero… debía conformarse. Los virus no resultaban peligrosos en los niños, sí en los adultos. Para ellos las consecuencias podían ser fatales y el riesgo de contagio, incluso respecto a los más inofensivos, era inquietante. Nadia lo sabía y aceptó sin rechistar las consecuencias de su pequeña travesura. Fue un impulso irresistible. La calle parecía un espejo de cristal entre los charcos, el aire olía a tierra mojada, el cielo coloreado de azul oscuro… Era tan rara la lluvia en los últimos tiempos que la niña no lo pensó dos veces. Salió corriendo, desabrigada y sin paraguas, se caló hasta la médula de los huesos y esa misma noche comenzó el concierto de estornudos. Nina detectó el virus de inmediato, dio la señal de alarma y una semana después allí seguía Nadia: aislada en su cuarto, enfurruñada con esa humanoide mandona y antipática que tenía por guardiana. Aunque, bueno, para ser justa también algo había salido ganando y no era cuestión de quejarse. Durante todo aquel montón de días se había librado de las clases de Bob, el androide profesor que tenía asignado. Nadia era una niña lista pero odiaba estudiar. Física, matemáticas, programación… la aburrían soberanamente. Ella se ensimismaba con la historia de los tiempos antiguos, le encantaba dibujar y a la menor oportunidad dejaba volar su imaginación. Pero sus test cerebrales habían revelado una enorme capacidad para las ciencias y todo su programa educativo giraba en torno a ello. Cada persona recibía los conocimientos más adecuados a su inteligencia, individualizados y adaptados a su ritmo de aprendizaje. Y esa era la misión de Bob: transmitir a la niña todos los saberes necesarios para convertirla en la mejor científica posible. Continuar leyendo «Plan de estudios»

Maleficio

 

Cuando le conocí, Cosme era un ser afortunado. El hombre con más suerte del mundo, solía decir. Papá de dos niños a los que adoraba, enamorado como nunca de su mujer, dueño de una casa con chucho y jardín. De anuncio, vaya. Así era su vida. Días apacibles, rutinarios, empalagosos hasta el hartazgo. Más feliz que una perdiz. Siempre. ¿Podéis creerlo? En fin. Aquello era algo insoportable y yo no logré resistirlo. Tampoco puse mucho empeño, debo admitir. Y quizá fuera un pelín impulsiva, no digo que no, pero….

Tropezar con esa criatura infame un día sí y otro también me desquiciaba. Aquella absurda cortesía, su impecable gentileza, la sonrisa amable que curvaba sus labios a la menor oportunidad. ¡Agh! Su sola presencia me ponía enferma. Así que, ¿qué os voy a decir? No fue mi culpa. Lo que sucedió fue lo inevitable. Una no puede reprimir siempre sus instintos, ¿no es cierto? Estaba en mi naturaleza. ¡Y todo resultó tan fácil! Un soplido suave, un conjuro impronunciable y listo. Ahora vive divorciado ─¡pobre diablo!─, peleando por la custodia de los críos, entre juicios y abogados. Un alma solitaria ganada por las sombras. No es por presumir pero la verdad es que soy muy buena en mi trabajo. Genial, en realidad. ¿Perversa, decís? Sí, lo reconozco. Pero, ¿qué esperábais? Todo el mundo sabe que  las brujas no tenemos corazón. Continuar leyendo «Maleficio»

Deja que te cuente

 

Ser hombre es ser responsable. Es sentirse avergonzado frente a una miseria que no parecía depender de uno.

Antoine de Saint Exúpery

Crees conocer mi historia. Me juzgas. Sé que me desprecias pero… piensa un poco: ¿qué sabes de mí? Mi oficio es viejo como el mundo, recalca el tópico una y mil veces repetido, e inmenso y viejo como el mundo es también mi desamparo.

No soy nada. Un polizón herido en el naufragio de otra vida. Y nada importa si llegué del Este, si soy autóctona o latina, qué miserias me trajeron hasta aquí o qué torpezas del destino me condenaron al infierno sin quererlo. Pero tu indiferencia y la mirada ausente que, apenas un instante, resbalas por mi cuerpo… Esos ojos que desaíran el contacto con los míos borran de un soplo la moribunda dignidad de mi existencia. Continuar leyendo «Deja que te cuente»