Fugitivas

 

«Ya estoy en casaaaa…»

El redoble de un trueno en los cristales la sacó del sueño y rompió la pesadilla.

«Lauraaaa, Cristinaaaa…»

Despertó sobresaltada, presa del pánico y empapada en sudor.

 «Niñaaas…»

Secó de un manotazo las lágrimas que corrían por su rostro y trató de serenarse. Si tan solo lograra extirpar aquella maldita voz de su mente… Continuar leyendo «Fugitivas»

Fantasmas contra el alba

 

Amanece. La cenicienta luz del alba quiebra poco a poco la negrura de la noche y una sombra de sonrisa rompe un instante la mueca de sus labios. La esperanza combate a muerte contra el miedo, una lágrima tirita en sus pestañas y un redoble de tambor resuena atronador entre su pecho. Debe ser valiente, lo sabe, pero está tan asustada…

Agarra con fuerza la mano de su padre y pregunta de nuevo:

⸺¿Seguro que llegaremos pronto, papá?

⸺Claro, cariño −traga el hombre el desconsuelo anudado a su garganta y le guiña un ojo− muy pronto, ya lo verás.

Una madre acuna con dulzura a su bebé. Las siluetas de diez hombres aterrados se recortan a la tenue luz de la mañana. El borde del bote de goma cabecea entre las olas y a punto está de zozobrar. Aún no hay tierra a la vista. Continuar leyendo «Fantasmas contra el alba»

Peces muertos

 

El sol brillaba con fuerza, las hojas de los árboles tiritaban al ritmo del viento y un alegre coro de grillos y mirlos saludaba la mañana. Con un cigarrillo entre los labios y precisión de matemático, el abuelo calibraba la ribera. Las aguas del río se mecían al compás de nuestros remos, nubes de polen amarillo culebreaban sobre ellas y el aire arrastraba aromas de espliego y hierbabuena. Al fin, al hallar un tramo de su gusto, él frenaba poco a poco nuestro avance, asentía satisfecho y, sin una palabra, hermético y taciturno como era, comenzaba a preparar el aparejo: sacaba los gusanos de la lata, los enganchaba a la caña como cebo y me la entregaba luego con un guiño, en un tozudo empeño de contagiar al nieto una pizca de ilusión por el oficio. Todos  los veranos cumplíamos con esmero aquella tradición: ensimismado el hombre en el proceso; rezando el niño en secreto por no sentir un tirón en el sedal. Continuar leyendo «Peces muertos»

En mi defensa

 

…Por encima de todo, no debo jugar a ser Dios

Juramento hipocrático

Orden, belleza, equilibrio, pureza…

Hubo un tiempo en que rozamos el cielo con los dedos. Un tiempo que huyó de la mediocridad y luchó por la excelencia, que fue mejor porque nosotros tomamos las riendas. Yo lo viví. Yo −último caballero de un reino sin corona− fui su artífice. Mi cuerpo decrépito mantiene intacta su memoria y no, de nada me arrepiento. No me atormenta lo que hice sino lo que dejé de hacer. Un orden superior, más allá del bien o del mal, justificó mis actos. A él me atuve. A mantenerlo destiné mi inteligencia y ofrecí mi lealtad.

¿De qué sirven culpa o remordimientos? No son más que absurdos desatinos. Insensateces que anidan en la mente de los débiles, que frenan el progreso de la humanidad y lo encharcan todo con su llanto.

Orden, belleza, equilibrio, pureza… Continuar leyendo «En mi defensa»

Corazón de rock´n roll

 

Se llamaba Silvia y tenía una banda de rock. Los niños morían por sus huesos, las niñas imitaban con descaro su aspecto de gótica displicente −ojos ahumados, melena azabache, piercings y botas de soldado, calaveras y tachuelas…−, las madres maldecían impotentes tan temible y fatal influencia.

Su voz desgarrada, sus provocaciones de artista transgresora, la rebeldía que apenas disfrazaba la adolescente fragilidad que aún hería su mirada, la convirtieron en estrella de la noche a la mañana. Las radios repetían sus canciones sin cesar, reporteros sin escrúpulos la acosaban inclementes, sus conciertos agotaban en minutos el aforo…

Hasta que, de pronto, un día, la supernova implosionó. Desapareció. Sin rastro. Sin explicación. Abandonó los focos y nadie volvió jamás a saber de la cantante.

«Una carrera truncada, otro juguete roto…», se especuló durante meses. Pero nuevas chicas ocuparon su lugar y, poco a poco, el mundo la olvidó.

A salvo ahora, tantos años después, de aquel extravío, Silvia sueña a veces ese tiempo. Los recuerdos resquebrajan entonces su coraza, rasgan su antifaz de ejecutiva y dejan en su rostro un surco amargo de melancolía. Rehuyó la fama por ganar la vida. No se arrepiente. Pero a veces… algunas veces…

 

 

 

Esta Noche Te Cuento

Catarsis

 

Alicia le contó su rabia de emigrante sin futuro. Alberto sus nostalgias de viejo solitario. Víctor confesó su miedo a los compañeros de colegio. Luisa a la ira de un hombre abandonado. Dorotea lloró sobre su hombro la traición de mil besos mentirosos. Ahmed maldijo la bravura de unas olas homicidas. Junto a Pedro descubrió el vértigo de los días sin empleo. Con Sonia paseó desilusiones por callejas sin salida. Teresa le asomó al dolor de la pobreza. Mateo habló de alcoholismo y soledades… Continuar leyendo «Catarsis»

Crimen de germanía

 

El poder cree que las convulsiones de sus víctimas son de ingratitud

Rabindranath Tagore

Las campanas de la catedral tañen al toque de maitines. Pronto amanecerá. Las horas se arrastran lentas y el alba apenas todavía rasga la penumbra. Aislado en su mazmorra, con la sola compañía de sus oraciones y el escalofriante arañar de las ratas sobre la paja del jergón que por unas horas ha acogido su reposo, Mosen Joan ha pasado la noche en vela, fija la mirada en el ínfimo rayo de luz que por el ventanuco de su celda con intermitencias se filtraba, inquieto por los gritos y lamentos que tras rejas y paredes presentía, atento al miedo y la desesperación de sus compañeros de infortunio, al turbador murmullo de los operarios que, al otro lado del muro, despreocupados e inmisericordes, durante toda la madrugada prepararon el cadalso. Su ánimo ahora está sereno pero no se engaña, no duda de su suerte. Aquí, en la insigne y muy noble ciudad de Valencia, este nueve de agosto del Año del Señor de 1524 concluye su vida. Nunca para el crimen de germanía −y de ello una oscura conspiración lo acusa− hubo clemencia. Jamás ante tan horrible infamia mostró piedad la virreina. Él sabe que va a morir. Sabe también que el trance no será indoloro y eso le asusta. Pero su alma está en paz y a Dios la fía. Continuar leyendo «Crimen de germanía»

Tiempos de plomo

 

Una niña sonríe de frente al objetivo. Una niña de pelo oscuro y ondulado echado hacia un lado, guiño pícaro en la  mirada y gesto divertido. Dulce imagen de otro tiempo que acuna entre sus pliegues un latido de felicidad.

Es una foto pequeña, en blanco y negro. Una vieja instantánea cosida ahora al envés de su chaqueta. Lo único que tiene. Lo único que importa. Un tesoro que, en las noches frías, le calienta el corazón.

Con dedos sucios de barro, Otto roza las aristas de la fotografía y suspira. Se siente tan cansado. Tiene tanto miedo…

Parpadea con fuerza para ahuyentar el llanto que amenaza desbordar sus ojos, traga el desconsuelo anudado a su garganta y se obliga a caminar.

 Un paso. Luego otro. Y otro. Y otro más.

 Avanzan despacio, en silencio, enfrascados todos en idénticos pensamientos, atormentados por idénticos presagios, sin aliento, sin alivio ni esperanza. Una columna de hombres demacrados y exhaustos abandonados a su suerte en medio de ningún lugar.

Una nube de cenizas cae de pronto sobre ellos, oscurece el cielo y aletea en el aire.

 Tras los árboles, al otro lado del camino, arden las cámaras de gas.

 

 

 

Esta Noche Te  Cuento

Elisa

 

El día de su ochenta cumpleaños Fernando despertó temprano. Una punzada de inquietud latía entre sus sienes y una inoportuna desazón aguijoneaba su ánimo. A su lado, Elisa se removió intranquila. «Duerme, mi vida, duerme −le acarició la frente con dulzura− es pronto todavía». Harto de dar vueltas en la cama, puso al fin un pie sobre la alfombra, luego el otro, se calzó las zapatillas y, con paso vacilante, acomodó sus viejos huesos sobre el sillón de cuero junto al balcón del dormitorio.

Las voces de un borracho sacudieron el silencio de la calle. Un estornino revoloteó tras el cristal. Entre las nubes el alba despuntaba.

Aquel había sido siempre el balcón de Elisa, su escondite favorito. Las tardes de verano, abiertas las puertas de par en par, arrimaba la butaca al rodapié y dejaba pasar las horas con un libro o la cesta de costura en las rodillas. En invierno, enfundada en su grueso chal de lana, se acodaba sobre la barandilla de forja para verlo regresar por la vereda del parque, a la vuelta del trabajo. Le gustaba escuchar el alboroto de los niños, aspirar el perfume de los árboles, sentirse parte de la vida de la calle. ¡Qué bien se estaba allí!, ¡qué paz!, ¡qué suerte!, suspiraba siempre cuando él la sorprendía ensimismada y su presencia la sacaba del hechizo.

El recuerdo estampó una sonrisa en el rostro de Fernando e inundó sus ojos de llanto. La emoción lo asaltaba de improviso. No lograba controlarla y lo golpeaba en cualquier momento, a traición, como un boomerang. «¡Serás bobo!», musitó mientras se secaba las lágrimas de un manotazo y se levantaba dispuesto a asearse y preparar café.

Regresó poco después empujando un pequeño carro camarera con el desayuno. El temblor creciente de sus manos no le permitía ya transportar una bandeja sin percance y aquel carrito que encontró arrumbado en un rincón de la despensa le resolvió el problema.

Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas, conectó el reproductor de música y, al son de Schubert y su novena sinfonía, fue a despertar a Elisa. Despacio, muy despacio.

Las mañanas eran malas, amanecía desorientada, él era para ella un extraño y, a veces, gritaba de espanto. La música la calmaba. Fernando había ido aprendiendo poco a poco los trucos para traerla de vuelta y apenas descubría un destello de reconocimiento al fondo de sus ojos cansados, sonreía feliz −«buenos días, amor»−, hundía una tostada  en el café y se la hacía tragar con paciencia de monje tibetano.

Los primeros signos de la enfermedad habían comenzado años atrás: pequeños despistes, palabras perdidas, momentáneas ausencias. Nada preocupante en apariencia pero ella lo adivinó enseguida. Algo andaba mal en su cabeza, algo que se esforzó por combatir sin miedo y la obligó a vivir con un raro sentimiento de urgencia, a proteger momentos, a ocultar el desconsuelo. Fue entonces cuando inició el diario que Fernando leía y releía ahora en sus noches de insomnio. Frágil bitácora de un tiempo que no logró derrotar al olvido. El mal de Alzhéimer se había apoderado ya por completo de su cuerpo y de su espíritu. La había devorado con ferocidad de alimaña. Y sin embargo…

Sin embargo, algunas veces el milagro ocurría y un relámpago imprevisto la rescataba del lugar donde se hallaba perdida. Fernando vivía para aquellas victorias, las atesoraba con avaricia de usurero y las anotaba en el diario donde él −esforzado guardián de la memoria− había continuado fielmente el relato de sus vidas, de su desencanto pero también de su alegría.

El timbre de la puerta lo sacó de su abstracción con un respingo. Angélica, la enfermera de Elisa, llegaba puntual. Mientras ella la vestía y la obligaba a moverse practicando su rutina de ejercicios, él bajaría a comprar unos pasteles y una botellita de champán,  le dijo con un guiño pícaro, casi infantil. «Hoy es mi cumpleaños y un día es un día». Por la tarde los tomarían de merienda, sentaría a Elisa en su balcón y, al enlazar sus dedos a los suyos, una súplica muda anudaría su garganta: «regresa, mi amor, regresa; quédate conmigo».

 

 

 

Primer premio «Relatos Compulsivos». Junio 2020

Literautas

Curiosón invitado

Sombras fugaces

 

Noche tras noche el viejo caballero recorre la ciudad. Repican a deshora sus botas sobre el empedrado y una mueca triste tiñe de melancolía el gesto de sus labios. Al paso de algún transeúnte despistado, inclina el hombre su sombrero de copa, recompone su levita harapienta y arrugada y sonríe, bastón en mano, con anacrónica educación. Su aspecto de romántico maldito −repletos de poemas los bolsillos, encendido de pasión el corazón− disfraza de dulzura un dolor antiguo; un pesar que a duras penas su risa enmascara; un desconsuelo que, al cabo, su mirada traiciona.

«¡Pobre loco!», escucha a menudo murmurar a su espalda con hiriente desdén. Clava entonces el anciano sus ojos en el cielo e implora un rayo de luz a las estrellas, un guiño, una señal.

Derrotado −no recuerda cuándo− por la vida, incólume ya su espíritu a la esperanza, a una sola nostalgia su soledad vagabunda aún se aferra: al fulgor de la estrella que de amor y de belleza en un parpadeo lo embrujó. No pudo retenerla pero junto a ella va siempre su alma y su sombra siempre lo acompaña.

 

 

 

Esta Noche Te Cuento