
«A Dios pongo por testigo», maldecía Escarlata O’Hara entre las ruinas de Tara. «A Dios pongo por testigo», musitó también Aurora frente al televisor. Una lluvia menuda e intensa caía al otro lado del cristal y un aroma fresco a tierra mojada llenaba el aire. Secó una lágrima atrapada en sus pestañas y se acercó a la ventana. «¡Por fin! − suspiró mientras miraba la lluvia caer.− ¡Por fin!». Había conjurado esa noche un fantasma y una sensación agridulce invadía su alma. Lo había logrado. Una etapa de su vida se cerraba para siempre y comprobó con sorpresa cómo el alivio ganaba la partida a la melancolía. Se había enfrentado a Alberto sin llanto ni reproches. Había sido capaz. Al verlo plantado frente a ella suplicando su perdón, algo se le había roto dentro, algo definitivo que la removió con sentimientos que no había experimentado en mucho tiempo.
Alberto. La vida antes de Alberto era una sombra oscura en su memoria. Lo había conocido en su primer año de universidad. El chico más guapo de la clase. El chico ingenioso y divertido con el mundo entero rendido a sus pies. El chico que en una fiesta, le susurró al oído: «un día me casaré contigo». Y agradecida a su buena suerte, porque la había elegido a ella y solo eso importaba, porque la primera vez que la vio pensó que era bonita y el estómago se le hizo un nudo, porque el amor a primera vista era tan ridículo como irresistible, Aurora se casó con él.
Pasó luego el tiempo, la rutina devoró el hechizo, se perdieron en los inevitables recovecos de la vida cotidiana y llegó el día que los enfrentó a su error.
«Es difícil escoger a la persona con quien pasar la vida −se justificó Alberto, mientras preparaba a toda prisa una pequeña maleta.− Mucha gente se equivoca y nosotros lo hicimos, no es culpa de nadie».
La ilusión por un amor recién nacido incendiaba su rostro y evidenciaba la traición.
Aurora lo dejó marchar. Besó cariñoso a las gemelas −«papá se va de viaje, mis niñas, os traeré a la vuelta algún regalo bonito»− balbuceó de nuevo su hiriente excusa («¿no es culpa de nadie? −se torturaría luego Aurora una y otra vez, − ¡maldito cobarde!, ¡¿cómo no va a ser culpa de nadie?!») y ella lo dejó marchar. Sin lágrimas. Sin recriminaciones. ¡Qué tonta!, ¡y qué ciega había estado! No lo vio venir. Había achacado al trabajo el cansancio y la irritabilidad de los últimos tiempos y no lo vio venir. ¡Qué tonta!, ¡qué grandísima tonta!
Más que desengañada se sentía profundamente herida. Una mujer gastada y aburrida sustituida por una nueva: más leve, más alegre, más joven. Una historia vieja como el mundo.
Y ahora, tantos meses después, Alberto había regresado. Que estaba confuso, farfullaba con desconcertante desamparo, que se había equivocado, que había cometido el peor error de su vida. Regresaba mendigando su perdón, implorando lo que no merecía. Cubierto de cenizas. Como una aparición.
El maltrecho corazón de Aurora volvió a latir un instante con fuerza y al borde la puso la impresión de bajar la guardia y abandonarse a su abrazo pero no, los recuerdos se le volvían en contra y no podía permitírselo. Sacudió la cabeza y se sobrepuso. Había perdido durante su ausencia el miedo a no ser amada. Había tenido el valor de mirar su vida cara a cara y advertir cuánto había en ella de incorrecto. Se había enfrentado a sí misma y asumido que podía equivocarse, que quizás lo hubiera hecho, que era preferible sufrir mucho un día, un mes, un año… que un poco durante toda la vida, que no estaba dispuesta a engañarse de nuevo.
Lo había perdonado, le aseguró con calma, tras un peligroso segundo de vacilación −esa gélida entereza mató de un soplo su esperanza y lo enfrentó a la magnitud de la derrota− pero ya nada podría volver a ser como antes. Algo frágil, el hilo de confianza que una vez los ató, estaba roto y no había modo de anudarlo de nuevo.
Asintió Alberto muy despacio, petrificado en su fracaso, sin argumentos ni defensa. Rozó al fin en un beso suave la mejilla de su esposa, se asomó un momento a la habitación donde las niñas hacía rato que dormían y, al girar sobre sus pasos, un lamento mudo dejó en el aire.
De pie junto a la ventana, con la sola compañía del televisor, aún sin encajar sorpresa y emoción, Aurora intentaba ahora serenarse. Había hecho lo correcto. No se trataba de venganza sino de supervivencia. No podía permitir que la hiriera de nuevo y sin duda lo haría a la menor oportunidad: no era su culpa, era su naturaleza, decidió con deliberada ecuanimidad. Sí, reflexionó, reconociéndose de pronto en esa Escarlata O’Hara que parecía interpelarla desde la pantalla, también ella era esa mujer: la valiente Escarlata cargada de contradicciones que sobrevive a toda costa en un mundo que agoniza.
Tragó el desconsuelo atrapado en su garganta y regresó al sillón. Prohibido llorar. «Mañana, ya lo pensaré mañana», se dijo ahuyentando de su mente recuerdos y fantasmas. Un apunte de sonrisa curvó sus labios: «realmente mañana será otro día».
Relato publicado en el nº 7 (marzo 2020) de la revista «El Tintero de Oro Magazine».


