Confesiones de un marino

 

Aparecieron de la nada. Apenas había amanecido, el mar estaba en calma y el cielo sin estrellas, cuando desde la cofa del palo mayor, en lo más alto del puesto de observación, el grito del vigía dio la voz de alerta. Todos los miembros de la tripulación corrimos entonces a cubierta para contemplar como la espesa cortina de niebla que a esa hora aún nos envolvía, se transformaba como por ensalmo en una magnífica y desafiante escuadra naval. Medio centenar de navíos de línea, de galeones, de corbetas y fragatas, navegaba rumbo norte hacia nosotros, todas las velas desplegadas, bien pertrechados y listos para el combate.

Era el verano de 1780. Escoltados por la flota del Canal de la Mancha, habíamos zarpado del puerto de Portsmouth muy pocos días atrás. Cincuenta y cinco buques que en un punto secreto (eso creímos) del Atlántico habríamos poco después de dividirnos y que hasta entonces tendría yo bajo mi mando. Unos partirían luego rumbo a la India como apoyo a la guerra colonial que allí se libraba. Otros hacia las colonias de ultramar portando un valiosísimo cargamento de armas, pólvora, provisiones, lingotes y monedas de oro. Mantener operativa a la esforzada y ya muy exhausta flota británica que, durante cinco larguísimos años había luchado por sofocar la rebelión desatada en aquella parte del mundo era en realidad la principal misión de nuestra expedición.

Navegar alejados de las costas ibéricas y de las rutas comerciales fueron nuestras órdenes. Evitar un encuentro con navíos españoles o franceses −aliados ¡cómo no! de los sublevados− resultaba vital. No lo logramos.

No sé como ocurrió. Los malditos españoles −¡malditos! ¡malditos todos sean!− nos tomaron por sorpresa. Con la primera luz del día, aquella madrugada del nueve de agosto, se torció nuestra suerte y, en medio del océano, aislados y rodeados de velas enemigas, nos encontramos cercados por completo. Muy poco después, se desató el infierno.

La batalla fue feroz. De los costados de los navíos, durante horas, tronaron los cañones en una interminable sucesión de fogonazos y ensordecedoras estampidas. Densas nubes de humo blanco cubrieron el cielo por un tiempo que parecía no tener fin, ocultando tras ellas jarcias, velas y cascos.  Inmisericorde y brutal retumbó la artillería mientras crepitaba en las cubiertas de los barcos el fuego de mosquetes, de arcabuces y fusiles. Remolinos de fuego y pólvora incendiaron el océano. Palos tronchados, cubiertas destrozadas, obenques cayendo de los mástiles, nubes de astillas, balas, metralla, gritos, sangre, muerte y devastación.

Tantos años después, aún hoy tortura mis insomnios el recuerdo de aquella jornada fatídica y terrible. Cierro los ojos y, puntuales, regresan mis fantasmas. Voces y rostros, acusadores y severos, reaparecen ante mí. Con ellos el olor a salitre y a pólvora quemada, el estrépito de disparos y explosiones, la confusión, el desconcierto, el dolor, la impotencia, el miedo.

Cincuenta y dos buques fueron aquel día capturados, más de tres mil soldados apresados, toda la mercancía confiscada. Innegable fue la victoria española y catastrófica para la corona inglesa −bien lo sé− resultó nuestra derrota.

¿Qué puedo decir? La superioridad del enemigo era tan abrumadora. Nada pudimos hacer. Imposible era evitar el desastre. Y sin embargo…

Un peso terrible carga desde entonces mi conciencia. Los abandoné. Los buques de escolta huían en desbandada y, camuflado entre su tripulación, sin apenas pensar en lo que hacía, con ellos yo −John Moutray, capitán de la marina real de guerra, al servicio siempre de su majestad− me di a la fuga.  Abandoné a mis hombres. Sí, eso fue lo que hice. Que Dios o el Diablo me perdonen pues no hay, para un marino, mayor cobardía ni más irreparable traición.

Nada puedo alegar en mi favor más allá de un arrepentimiento largo y sincero; de los escrúpulos y remordimientos que, a toda hora, arruinan desde entonces la paz de mi alma; de esta tardía y del todo  inútil confesión.

Pagué mi pecado, cierto es. Fui juzgado. Cumplí condena. Expié mi culpa. Y, sin sobresaltos, prosiguió mi vida. Jamás, sin embargo, ni un solo instante, en lo más hondo de mi corazón, me mantuve a salvo del deshonor y la vergüenza. Jamás hallé la calma. Jamás ante mí mismo perdoné aquella lejana y tan bochornosa deshonra. Y jamás, nunca jamás, olvidé un nombre. El nombre del enemigo, del héroe, del más audaz adversario… El nombre del almirante que aquel verano aciago, quizá sin saberlo, seguro sin pretenderlo, destrozó sin remedio mi vida.

¡Malditos! ¡Malditos españoles! ¡Maldito Luis de Córdova! ¡Malditos todos sean!

 

 

 

Relato publicado en la Antología «A punta de relato». Valencia Escribe. Abril 2019.

 

 

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