
Yo no sé si fue mi culpa. No soy supersticioso pero… no lo sé. Me empeño en hablar de casualidad. Pensar otra cosa sería una locura, me digo luchando contra un eco de mala conciencia atrapado en mi cabeza. Y sin embargo…
Lo cierto es que yo pedí el deseo y luego, bueno, todo el mundo sabe lo que ocurrió luego.
Fue un acto reflejo. Una perseida llenó de luz el firmamento, la súplica mil veces repetida escapó de mis labios y…
Ocurre que nadie puede tocarme. Padezco desde niño un miedo irracional al contacto humano del que ningún psiquiatra me ha sabido hasta ahora curar. «Afenfosfobia», llaman con cierta pretensión a mi trastorno. Algo aterrador, os lo aseguro. Cada vez que alguien se aproxima con intención de saludar −una palmada en la espalda, un apretón de manos−, antes incluso de llegar a rozarme, mi cuerpo colapsa: las pulsaciones se disparan, el aire no alcanza los pulmones, un grito mudo anuda mi garganta y, tras unos segundos de espanto, caigo al suelo desmayado.
Por eso aquella noche, como tantas otras, supliqué a la estrella lo imposible: todos siempre a dos metros de distancia, lejos, bien lejos de mí, prohibidos los abrazos, suprimidos los besos.
Y entonces…
¿Quién iba a imaginar que esa vez daría resultado?
Relato publicado en el nº 1 de la revista de El Tintero de Oro «El club de la microficción» (febrero 2022)


