
La inspiración lo había abandonado. El tiempo pasaba, el plazo de entrega corría y ni una sola letra tintaba de negro el blanco de la página abierta en el portátil. Su mente era un desierto de ideas agotadas y palabras secas. Suspiró con desánimo y decidió salir a caminar. La editorial aguardaba las primeras páginas de una novela que burlaba ahora todos sus esfuerzos. Quizá un poco de aire fresco espabilara su cabeza, se dijo, disfrazando de cansancio su fracaso.
Vagaba sin rumbo por las calles cuando un objeto en la vitrina de un escaparate llamó su atención. Un tintero de bronce y cristal tallado lo empujó a entrar en la tienda y observarlo con curiosidad. El paso del tiempo lo había desgastado y una capa de polvo cubría sus apliques dorados pero, ¡qué bonito era! Regresó a casa de mejor ánimo por la compra, limpió de papeles su escritorio y al ir a colocar en él el tintero fue cuando descubrió la inscripción. «Pídeme un deseo», se leía en un lateral. Alzó una ceja con escepticismo y sonrió: ¿qué eres?, ¿la lámpara de Aladino? Pero no pudo evitarlo y el conjuro salió de su boca: «Deseo…, deseo recuperar la inspiración», murmuró bajito. De inmediato, un destello fulguró sobre el tintero, una sensación de calidez se instaló en la habitación y una avalancha de ideas inundó su mente. Escenas, tramas, personajes, surgían ante él con una facilidad pasmosa. Sus dedos recorrían frenéticos el teclado y enlazaban frases una tras otra, sin cansancio ni duda. Cuando al fin levantó la vista del ordenador no podía creerlo. Lo que había escrito era excepcional y el desasosiego que lo acosaba había desaparecido. Acarició el tintero con admiración y trató de imaginar qué magia lo habitaba. «Quédate conmigo», suplicó a la musa que lo rondaba. «Sea ─parpadeó al instante una línea en la pantalla─, mas recuerda: jamás en nuestro mundo dádiva sin precio existió».
Los años pasaron, el autor ganó prestigio y fama, la crítica lo ensalzaba, los premios se sucedían con precisión de matemático, los lectores lo adoraban. Y sin embargo… La insatisfacción mordía su estómago como una alimaña, ensombrecía sus éxitos, no le daba tregua. Algo en su interior estaba roto y un malestar creciente lo asediaba. La obsesión por la excelencia consumía su alma, pasaba las noches en vela dedicado a la escritura y todas las horas del día no bastaban para plasmar la multitud de historias que danzaban en su mente. Las palabras lo habían poseído y el don recibido quitaba tanto como daba. Olvidado de amigos y familia, aislado en su propia irrealidad, vivía ensimismado, en un trance difícil de romper. La soledad y un permanente sentimiento de impostura era el precio exigido por la musa. En cualquier momento la farsa quedaría al descubierto, estaba seguro, y su careta de escritor caería a trizas sin remedio. Pero entre tanto las historias seguían naciendo y él escribía, escribía…

