El secreto de las hadas

 

Me llamo Marina y soy un hada. En serio, borrad esa sonrisilla burlona de la cara porque es cierto. Vengo del país de la magia y no conozco lo imposible. Bueno, hasta ahora, quiero decir. No conocía lo imposible hasta ahora. Por algún motivo mis hechizos han perdido su eficacia, no consigo desplegar mis alas y el polvo de estrellas se tiñe de ceniza al roce de mis dedos. ¡Qué sensación más extraña!

Pero me estoy adelantando. Mejor os cuento despacito mi historia. Veréis, yo vivía en el valle de las Aguas Encantadas. El lugar más hermoso que podáis imaginar. Un mosaico de color donde siempre es primavera, los árboles hablan y nada malo sucede jamás. Acababa de celebrarse la reunión anual de hadas y me habían ascendido a la categoría de madrina. No todas lo somos, como suele creerse. Es un puesto bien codiciado y no sabéis lo que cuesta ganarlo. El caso es que yo lo había conseguido. Por fin era un hada madrina y estaba feliz. Olga, una recién nacida risueña y preciosa, fue la niña que el comité me asignó como ahijada, no sin antes haber verificado a conciencia mi aptitud para el cargo. El mundo de los humanos, tan atractivo y enigmático siempre, también resulta en ocasiones peligroso y puede dañarnos de un modo irreparable.

«Una gran responsabilidad recae desde hoy sobre tus alas, Marina ─me advirtió con gravedad la emperatriz de las hadas─, honra tu linaje, nunca traiciones su poder ni quebrantes las leyes de la magia».

Así lo juré ante la reina y su corte. Con su varita dibujó ella entonces un arabesco en el aire, murmuró un conjuro singular y al instante un hilo invisible ató mi corazón al de la niña. ¡Con qué fuerza noté su latido! Un pacto de amor unía ahora al suyo mi destino y yo me sentía tan dichosa.

Apenas terminó la ceremonia, corrí a la cuna de Olga. Soplé sobre su frente el don de la alegría ─«que nunca oscurezca la aflicción tu alma, pequeña; que en ella habite siempre la esperanza; que no te hiera la tristeza y ahuyente la dicha los zarpazos de la pena», flotaron en el aire mis palabras cual serpentinas de luz─, me acurruqué a su lado y me dispuse a velar su sueño.

Si os hablo de aquel día es porque fue el más especial de mi vida. Así lo recuerdo, aunque también… Sí, pensándolo bien, también fue aquel el día en que las cosas comenzaron a torcerse.

Los años pasaron en un suspiro. Olga se convirtió en una niñita sana y feliz y yo en una madrina devota, entregada por completo a su labor. ¡Qué bien lo pasábamos! Creamos un mundo propio, una burbuja de magia que nada podía quebrar. Le encantaban mis historias. Las aventuras de los héroes a quienes socorrían las hadas, las pócimas ancestrales para derrotar a brujas malvadas, los secretos ocultos en el corazón de una princesa enamorada…

Mi niña jamás conoció el miedo o la desilusión. ¿Podéis vosotros decir lo mismo? No, claro que no Y eso es porque vosotros no tenéis un hada madrina; porque solo las hadas podemos proteger a los mortales de las asperezas de la vida. No penséis que soy presuntuosa. No lo soy en absoluto. Solo digo la verdad. Recordad que nuestros corazones latían al unísono y que mi fuerza era poderosa. Yo acudía a su llamada en cuanto ella me invocaba y las preocupaciones morían en su mente sin haber nacido.

Pero todo eso era antes, ya digo. Ahora mi magia parece diluirse por momentos y no hallo remedio al problema. El vínculo que me unía a Olga se ha debilitado tanto que ya apenas lo siento. Un dolor agudo hiere mi respiración y un agujero ocupa el lugar del corazón. Sé que algo anda mal en mi interior. Algo que no logro resolver. Y lo peor es que solo yo tengo la culpa. Sí, lo reconozco. Hace tiempo que debí regresar a mi valle encantado pero no hice caso a las señales. No quise creer lo que ocurría.

Sucede que todos los niños crecen. Se hacen mayores y un día se apartan de su madrina. De pronto la consideran un absurdo entretenimiento infantil, quizá a veces la recuerden con cariño pero… poco a poco la olvidan. Dejan de añorarla y el hada pierde entonces sus poderes. Queda atrapada en el mundo de los hombres y no es ya capaz de regresar al suyo.

No es frecuente que tal cosa suceda, debo admitir. Las hadas son listas y vuelven a casa al primer signo de apatía que empaña la relación con sus ahijados. Al cabo del tiempo, recuperadas de su misión, se encomienda otra criatura a su cuidado y el ciclo comienza de  nuevo.

No vincularse emocionalmente a los humanos, cumplir el trabajo con profesionalidad, sin riesgo innecesario, esa es la regla principal. La regla que solo las hadas bobas incumplimos.

En fin. Poco más puedo contaros. Mi falta nació de la pasión y la inexperiencia y sin darme cuenta rompí mi promesa. ¡Pero cómo iba yo a imaginar que mi pequeña dejaría de quererme!

 Y ahora que conocéis mi desventura, decidme: ¿alguna vez creísteis en las hadas?

Tratad de recordar, os lo suplico.

Si alguno de vosotros atisbara un relámpago de mi esencia, quizá… Sí, quizá con eso bastaría.

¿Podréis ayudarme?

Amarga necedad confundir con amor necesidad

 

 

 

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