
Un ruido sordo en el motor lo puso sobre aviso. Algo no iba bien. El avión vibraba, se estremecía, se inclinaba a izquierda y derecha sin control. Perdía altura a gran velocidad e iba a estrellarse de un momento a otro. No lograba enderezar el rumbo.
Desabrochó nervioso el cinturón que lo ataba al asiento del aparato, abrió el cristal de la carlinga y saltó al vacío. Cayó despacio sobre un inmenso océano amarillo, sin dunas, sin oasis, sin lugar alguno hacia el que caminar. Estaba preso del desierto, aislado del mundo, abandonado a su suerte.
Un torbellino de arena lo cegó un instante y la melancolía invadió su alma. Cerró los ojos con fuerza y al abrirlos la sorpresa lo dejó sin respiración.
Frente a él, un extraño hombrecillo surgido de la nada lo miraba con descaro.
«Dibújame un cordero», susurró.
Asombrado, Antoine retrocedió dos pasos.
«Dibújame un cordero», repitió el muchacho.
Y, sin saber por qué, entonces él obedeció.
Lo hallaron días después, deshidratado y solo. Hablaba en su delirio de un asteroide muy lejano, de un zorro, de una rosa…. De un pequeño príncipe que entre planetas y estrellas recorría el firmamento y sobre las nubes viajaba.

Segundo premio «Relatos Compulsivos». Octubre 2019