Fuerzas ocultas

 

«¡Culpable!», la voz del juez la golpeó como un disparo y un escalofrío de pavor recorrió su cuerpo. A su espalda, el griterío estalló ensordecedor: los vecinos del pueblo repetían su nombre con odio, clamaban venganza y parecían a punto de lanzarse sobre ella. En medio de aquella confusión impenetrable, de aquel escándalo de recriminaciones e insultos, la anciana notó de pronto las manos del alguacil sobre las suyas arrastrándola con fuerza. Giró apenas el rostro hacia la multitud que la hostigaba y un vértigo de perplejidad y espanto nubló al instante su mente con la misericordia de un desmayo amable y sin conciencia.

Despertó en una celda oscura, desorientada y empapada en sudor. Un rayo de luna se filtraba por los barrotes de un ventanuco enrejado en lo alto, al borde mismo del techo. Alzó hacia él la vista frotando sus muñecas entumecidas, libres al fin de la soga que durante horas las había tenido atadas y el recuerdo de lo sucedido regresó de golpe: «¡culpable!», tronó de nuevo en su cabeza el veredicto. «¡Culpable!, ¡culpable!, ¡culpable!…», repetía su imaginación enloquecida como un eco sin fin.

Respiró hondo, cerró los ojos, trató de serenarse. Quiso conjurar la lucidez de sus años más jóvenes, mitigar el desbocado batir de su corazón, aplacar el desconsuelo. No pudo. Una dolorosa compasión hacia sí misma la tomó por sorpresa e inundó sus ojos de llanto.

El mundo era lóbrego y amenazador. Y la había olvidado.

La acusaban de un pecado imperdonable, de una maldición que no lograba comprender, de un rumor de brujería que excedía su razón y se alzaba contra ella como un grito de venganza y de terror.

Desde el púlpito, cual furioso látigo de Dios, el reverendo había clamado contra ella días atrás: la tachaba de ser instrumento del maligno, un errante espíritu dañino portador de diabólicos presagios, un ánima atormentada del infierno capaz de elevarse en el aire, de enmudecer lenguas con la perversión de su mirada, de hacer aullar de horror a los perros e invocar en sus ritos las sacrílegas fuerzas del Averno.

Víctima de la superstición y del temor al poder de las tinieblas, aquel fue el momento que selló su condena.

«Tiempos de pánico, −disculpó a sus verdugos en la soledad de la mazmorra− pánico que engendra cobardía y cobardía que deviene en crueldad».

Una madeja de angustia anudaba sus tripas y una desolación sin alivio quebraba su espíritu. Se arrodilló junto al camastro donde poco antes habían echado al descuido su cuerpo inconsciente y trató de rezar. La horca era su destino, dudaba de sus fuerzas y tenía tanto miedo. «Ayúdame, Señor, −suplicó− guía mis pasos, dame valor…».

Perdonarían su vida si reconocía el pecado, lo habían prometido, pero no, no lo haría: mejor morir con la conciencia tranquila que vivir por la mentira. Renunciaba con ello a las migajas de una vida cargada de desprecio, de soledad, de vergüenza y amargura. Una vida que no era la suya y que no quería.

No era una bruja y no confesaría lo imposible.

El amanecer la sorprendió recitando en silencio alentadores versículos de los salmos. El eco apresurado de unos pasos y un arrítmico chirriar de cerrojos al descorrerse la alertó de que ya volvían los guardias a buscarla. Era la hora. Se puso en pie, alisó sus ropas sucias y arrugadas y aguardó con calma. Su alma estaba en paz y ella preparada.

Una mañana de verano del Año del Señor de 1692, una mujer lívida y exhausta caminaba con valor hacia el cadalso. Agolpado por plazuelas y callejas, seguro de sostener entre sus manos la luz que alumbraría un nuevo mundo, el pueblo de Salem se aferraba a su insólito delirio.

 

 

 

Mención honorífica certamen mayo 2020 «El Tintero de Oro».

Relato publicado en el nº 9 (mayo 2020) de la revista «El Tintero de Oro Magazine» y en la Antología «Relatos asombrosamente asombrosos» del Tintero de Oro (diciembre 2020).

 

 

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