
La profecía se había cumplido. El rey agonizaba, los magos huían del reino y una helada oscuridad velaba sus tierras. Entre la niebla, el viejo castillo se recortaba espectral, la guerra iba de mal en peor y un presagio de muerte y destrucción aleteaba en el aire. El invierno había posado sus alas sobre el mundo y todo era furia y desamparo.
«Más allá del odio, más allá del llanto…», en los albores del tiempo, la bruja del Norte sopló su maldición.
Lejos del amor y la alegría, una mano de hierro oprimía el corazón de los hombres. Lloraba el bosque lágrimas de hielo y nada tenía remedio.
La tristeza trepaba, ascendía, se filtraba entre humo de batalla y punzadas de ausencia.
«Más allá del odio, más allá del llanto…», graznaban las criaturas de la noche con desgarro.
Pausado y oscuro, un jinete avanzaba hacia el castillo entre la nieve. El viento hería su piel. La desesperanza desplomaba su alma. La peste de la desolación lo acompañaba y todo en torno a él lo volvía polvo y ceniza. Una estela de silencio barría sus huellas.
Detuvo con el alba el caballero su montura a los pies de la muralla, alzó la vista hacia las ruinas que guardaba y, al adivinar entre las sombras las almenas donde un rey −su padre− y un mundo −su reino− morían, la herida de un suspiro escapó de su garganta.
Rumor de ruecas, hilar de sueños, latidos de amor… retazos marchitos del pasado, acordes tenues de un tiempo que voló.
Un eco remoto de voces perdidas pretendió por un momento devolver al príncipe una ilusión, conjurar un hechizo, invocar a la niña de pies descalzos que de belleza un día lo embrujó. Y a sus labios, entonces, como una letanía, acudió de nuevo la vieja maldición: «más allá del odio, más allá del llanto, más allá del amor y la alegría… muerte y olvido serán vuestra condena».
Algo frío y afilado le aguijoneaba el alma. Una soledad sin remedio lo abrasaba. Cesaba el sueño, comenzaba la realidad y todo −nostalgias, triunfos, amores, derrotas− lo devoraba el olvido.
Apartó al fin el joven la mirada de aquellos restos de otro tiempo con un poso de amargura. La vida se sucedía violenta, los recuerdos lo asfixiaban y un relámpago de dolor lo tomó por sorpresa. No regresaría a él la ternura ni albergaría ya su espíritu sentimientos cálidos o hermosos. «Ningún lugar habrá para mí», pensó con resignada melancolía y un estremecimiento de angustia le erizó la piel. Un vacío inmenso lo helaba por dentro.
El cielo amanecía lívido y frío.
Una lágrima rodó por su mejilla. Luego otra. Y otra. Y otra más. Y un manantial de escarcha brotó de sus ojos bajo los abedules blancos.
El vaticinio estaba cumplido.
Cuentan que, en las noches de tormenta, la bruja del Norte truena carcajadas de victoria. Contra su fatal conjuro mientras tanto, las hadas del bosque tejen hilo a hilo −oro y plata, plata y oro− antídotos de esperanza. Y, a orillas de la laguna de las lágrimas, al nacer el nuevo día, la voz de la tristeza entre las aguas acallan con su canto.
Relato publicado en el nº 10 (septiembre 2020) de la revista “El Tintero de Oro Magazine”.


