Malditas canciones de amor

 

«No llores; por favor, no llores ─suplicaba Whitney Houston entre el ruido del atasco y el rumor de la lluvia en el cristal─, yo siempre te amaré…»

Los acordes de la vieja canción la tomaron por sorpresa.

«Por favor, no llores…»

Un pedazo de mundo olvidado se abrió de nuevo bajo sus pies y una banderilla de tristeza astilló su corazón.

«Yo no soy lo que tú necesitas…»

 Los recuerdos volvían en tropel. El pasado vertía al instante su veneno y… tras el volante de su coche, una mujer se hacía trizas en secreto.

Su belleza había sido siempre su castigo, la trampa que la convertía en centro de atención, en foco permanente de cualquier habladuría. Siempre demasiado guapa, demasiado alta, demasiado desenvuelta… Los labios demasiado rojos, el vestido demasiado corto, las uñas demasiado largas, los ojos demasiado oscuros, la voz demasiado extraña…

 La exuberancia de su cuerpo intimidaba, resultaba peligrosa.

Apagó la radio y expulsó con un suspiro el aire retenido en sus pulmones. «¡Vaya mierda las canciones de amor! ─gruñó por ahuyentar una lágrima atrapada en sus pestañas─ ¡qué manera de hacerte polvo en dos minutos!».

Él nunca la había merecido, lo comprobó enseguida. Pero no se arrepentía. ¡Lo había querido tanto!

«Yo siempre te amaré…», retumbaba como un eco el maldito verso en su cabeza.

Aquella historia le vino grande desde el principio. Se había metido en la boca del lobo con pleno conocimiento de causa y eso fue lo peor de todo. Sabía que él jamás abandonaría su vida por ella, que solo tendrían momentos robados, un cándido «para siempre» trenzando su mentira a dos anillos, apenas un puñado de ilusiones rotas.

Y sin embargo…

 Fingía que no le importaba. Se tragaba el orgullo y aceptaba sin más aquel simulacro de amor, convertida en feo estereotipo sin quererlo.

Luego, en algún momento, todo se torció. El final llegó de improviso y ni siquiera eso fue capaz de verlo ─¡qué tonta!, ¡qué grandísima tonta!─. Un día él no acudió a la cita y su teléfono enmudeció de golpe. Cesaron los «te quiero» a medianoche, las risas, las caricias… Descubrió bajo la almohada el anillo traicionado (ni esa última ruindad quiso ahorrarle el muy canalla) y un pequeño manojo de esperanzas murió en guerra contra celos y rencores.

Tras el desengaño llegó la rabia. Un aire burlón en la mirada disfrazó entonces de insolencia su amargura pero la pena mordía con saña y una fisura le agrietaba el alma.

La condenaron sin clemencia. El tribunal de las murmuraciones sentenció su culpa. Sin apelaciones. Sin juicio ni defensa.

Y su corazón se arrugó en silencio como un vasito de papel.

El mundo siguió girando pero se quedó vacío. Se le apagaron los colores. Desapareció la ligereza. Nada importaba. Cada nuevo día era como un peso imposible de levantar y esa carga la aplastaba, la anclaba a un lugar demasiado hondo y demasiado oscuro.

Parada en la acera, miraba a veces a la gente por la calle, reticente ante sus prisas, preguntándose qué los mantendría tan ocupados, por qué hacían como si nada hubiera sucedido. Les reprochaba atónita su egoísmo y se sentía tan perdida…

La bocina de un conductor a su espalda la sacó del ensueño. Aceleró con sobresalto y una sonrisa triste asomó a sus labios a modo de disculpa. El tiempo de un semáforo y una estúpida canción bastaban todavía para agitar sus fantasmas. La injusticia aún dolía y la herida no curaba.

¡Qué imperdonable había sido todo!, ¡qué mezquino y qué equivocado!

¿Por qué se revolvieron de ese modo contra ella?, ¿quién les dio derecho a erigirse en jueces de sus actos?, ¿por qué la tomaron por culpable ─«la otra», comenzaron a llamarla de inmediato con descaro─ mientras que a él…? No, a él, el único infiel y desleal, al fin y al cabo, nadie le reprochó la infamia ni enfrentó nunca a la ruindad de su traición. Volvió al redil al saberse descubierto, llenó de lágrimas y mocos a las niñas con sus besos, interpretó para su esposa una mala escena de arrepentimiento y…

¡Cuántas mentiras!

¡Cuánta cobardía!

¡Y cuánta nada!

 

 

 

 

Relato publicado en la revista «Escribiendo a hombros de gigantes» de El Tintero de Oro. Junio 2022.

 

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