Sofonisba

 

Os aseguro que alguien se acordará de nosotras en el futuro

 Safo de Lesbos

Brillan las estrellas sobre los tejados y una luna helada flota en  la penumbra. El día ha sido lluvioso y muy gris, algo insólito en esta época del año, tan próximo ya el verano, pero ahora, barrida de un soplo la tormenta, el cielo se muestra despejado. La noche es fría.

Solitario como un fantasma, un joven camina por las calles de Palermo. Un sentimiento desconocido, algo muy cercano a la congoja, invade su alma. Detiene un instante su camino, aspira el aire limpio y húmedo de la madrugada, se llenan entonces sus ojos de lágrimas. No sabe bien por qué llora. Nunca fue hombre de ternuras pero la mujer que tras él deja lo ha conmovido de un modo extraño. Tanta bondad encontró en su rostro, tanta ilusión todavía, tanta ternura, tanta dignidad en esa cansada vejez.

Desde su Amberes natal, Anton ha viajado hasta Sicilia sólo por conocerla. Una mujer menudita, de mirada transparente, vieja como el mundo y casi ciega pero aún con la memoria despierta y muy cortés, es lo que ha encontrado. Con ella ha pasado el día, en el pequeño taller que en la casa familiar todavía conserva, pese a no poder ya apenas pintar.

Mientras el joven bosquejaba su retrato, ella −indiscutible maestra del arte− generosa, sus secretos desveló y de retazos muy valiosos de su vida con ellos le ha hecho entrega. El mayor regalo que este pintor, a punto de convertirse ya en uno de los mejores retratistas de su siglo, jamás recibirá.

Con una voz tranquila y dulce en la que, a su pesar, se filtra siempre un poso de melancolía, para él ha recordado la anciana el orgullo que la muchacha que alguna vez fue, casi una chiquilla, sintió frente a su primera obra, el mimo con que preparaba los lienzos, la delicadeza infinita con que escogía los pigmentos −ocre, dorado y bermellón siempre en su paleta− el modo en que los molía… Y, perdida en su recuerdo, con extremo detalle, al joven pintor ha relatado la importancia que para ella tuvo en aquel momento demostrar al mundo su valía, su capacidad como artista, su intensa pasión por la pintura. El oscuro y difícil aprendizaje al fin entre un grupo de varones repletos de prejuicios contra los que anhelaba competir en condiciones de igualdad, decidida a no convertirse en una rareza, empeñada siempre en ser la mejor pintora posible, dueña de una férrea voluntad y una rara confianza en sí misma.

Le ha hablado de sus viajes por Europa, de su admiración por Miguel Ángel, del cariño y el respeto con que el genio la trató; de su larga estancia en la corte de España a la que, junto a un pequeño séquito, una mañana de invierno fría y muy brumosa, próximo ya a concluir aquel año de 1559, llegó como dama de la nueva reina; de cómo muy pronto, sin apenas darse cuenta, se convirtió en su mentora y amiga; de los innumerables retratos de la familia real que en aquella época realizó.

También de su entusiasmo, de su tenacidad y rebeldía, de su eterna devoción por la belleza, de la incansable búsqueda de autenticidad que en todo momento rigió su vida y su pintura.

Horas y horas parloteando ella sin parar, risueña y chispeante. Feliz. Y, encandilado, escuchándola Anton, en silencio, atrapado por el eco de una voz que el don de aligerar las cosas parecía haber adquirido, fijos los ojos en ese semblante amable y surcado por el tiempo que ahora ella tiene, en su sonrisa sabia y fatigada algo desteñida ya por las inclemencias de la vida, en cierta expresión de candidez en la que, pese a la nostalgia y el cansancio, él ha creído adivinar alegría. Y ha dibujado. Una y otra vez ha esbozado su rostro, obediente a sus instrucciones, midiendo la luz y la distancia: ni demasiado cerca, ni demasiado alto, ni demasiado bajo para que las sombras no marquen mucho sus arrugas, en algún momento le dijo con infantil coquetería. Trazos, luces y contraluces con los que él ha pretendido atrapar la dulzura de un alma. Del alma que a los ojos de esa mujer luchadora y valiente se asoma. El alma de una soñadora de imágenes que, contra viento y marea −piensa ahora conmovido− ha sabido vencer la asfixiante grisura a que la condenaba el mundo para dejar en él testimonio de su mirada, de su gusto por el equilibrio y la sobriedad, de su cercanía y su ternura, de la inmensa humanidad que revela su pintura.

El frío y la caminata apenas aquietan el ánimo del pintor que, impaciente, espera rompa el día para plasmar sobre el lienzo las impresiones que sin tregua asaltan su mente, cautivado como nunca estuvo por una mujer casi centenaria, humilde, serena y algo ingenua todavía, que intacta conserva su vocación de pintora. Sobrecogido, atravesado por una oleada suave de dulzura y pena insoportable, vulnerable, agradecido, emocionado hasta las lágrimas. Así se siente el joven Van Dyck tras su encuentro con la mayor pintora que hasta entonces los siglos conocieron, incapaz de imaginar en ese instante lo pronto que su obra será silenciada bajo nubes de polvo y olvido y que mucho tiempo después, el retrato que a punto ahora él está de pintar, rescatará del pozo de sombras al que ha de ser arrojada −mujer, al fin− a la gran Sofonisba Anguissola.

 

 

 

Relato publicado en el nº 9 (marzo 2019) de la revista «Papenfuss» (especial dedicado al 8 de marzo).

 

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