Un cuento de piratas

 

«¡Al abordajeeeee….!»

La voz del comandante Morgan tronó desde cubierta, áspera, metálica. A su señal, los corsarios de El Venganza se lanzaron al combate. Un estruendo de alaridos y mosquetes resonó sobre las aguas, la espuma del océano se tiñó de sangre y el humo de la pólvora cubrió el rostro de la luna. Tétrica y espectral, la bandera pirata ondeaba en la tiniebla.

Tomados por sorpresa en medio de la noche, los arcabuceros del galeón español disparaban contra el enemigo casi a ciegas, sin orden ni concierto. Su lluvia de proyectiles se perdía entre las olas, intensa pero ineficaz.

«¡Al ataque, mis valientes!», espoleaba a sus hombres el capitán de El Victoria, mientras los feroces bucaneros asaltaban el puente de mando y, espada en mano, a punta de molinetes, tomaban el castillo de proa. Tras ellos, un reguero de cadáveres acreditaba la crueldad de la batalla.

Las olas estallaban contra el casco del navío como impulsadas por una fuerza misteriosa, el viento hinchaba con su soplo las gavias y el cielo apagaba despacio la frágil luz de sus estrellas.

Los españoles se defendían con valor entre tiros y estocadas. Se batían en formidable duelo con ahínco, pero… Nada pudieron hacer. Tras largas horas de combate, al borde mismo del amanecer, la nave española arrió al fin su estandarte. Un «¡hurra!» ensordecedor e incontenible retumbó entonces entre la tripulación de El Venganza.

Rendidos a su suerte, los vencidos suplicaban clemencia, tan aterrados por la fama sanguinaria que arrastraban sus captores, que al más mínimo descuido de aquellos, pretendían lanzarse por la borda. No hubo ocasión. A golpes y empujones, los bajaron de inmediato a la bodega del buque y allí quedaron, encerrados todos juntos: soldados, pasajeros y oficiales, a la espera del momento en que su destino fuera sentenciado.

Entre los despojos de la lucha, mientras los marinos se ocupaban del traslado del botín a su fragata: lingotes de oro y plata, barriles de pólvora, armas, cofres de perlas, esmeraldas o rubíes, baúles repletos de encajes y sedas…, acurrucada en un rincón, Morgan descubrió una figura pálida y temblorosa. Avanzó hacia ella y le tendió la mano. «No os haré daño, no temáis», murmuró ─hielo en la mirada, insolencia en la voz─, «permitid, señora, que os ayude». ¿Quién sería aquella muchacha? Quizá una acaudalada duquesita de camino a las Antillas o la hija de algún rico caballero que pagaría sin regateo su rescate, pensó, agradeciendo al infierno su buena fortuna. Parecía, en cualquier caso, una dama importante.

Una mueca disfrazada de sonrisa asomó a los labios del pirata. «Acompañadme, os lo ruego», musitó, doblando burlón el cuerpo en una absurda reverencia. Los ojos de la joven se clavaron en él y un destello de furia le incendió el rostro. Una pequeña daga, hasta ese instante oculta entre los pliegues de la falda, centelleaba ahora entre sus dedos. La empuñó con rabia, se lanzó contra el hombre que la amenazaba y entonces…

─Niñooosss, a cenaaarrr….

─Sí, mamiii…. Ya vamosss…

¡Por todos los tiburones de la mar océana!, la suerte del cruel pirata Morgan −¡mal rayo lo parta!− quedaba en suspenso hasta nueva orden u ocasión más oportuna.

 

 

 

Primer premio «Relatos Compulsivos». Julio 2019.

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