
Me tacha la envidia de egoísta y caprichoso ¡Menudo disparate! No lo soy en absoluto pero se encuentra ya tan extendido ese rumor que obviaré el esfuerzo de negarlo. Ocurre que nunca conocí la timidez y quizá tomen los necios por desdén la imperturbable seguridad que me acompaña. El mundo me idolatra, es así y ¿quién soy yo para juzgarlo?
Mi audacia y mi elegancia les fascina, esa rara mezcla en mi expresión entre indiferente y atenta, siempre distante y pese a ello vulnerable, tan propia de mi espíritu bohemio, de mi alma de bribón desvergonzado.
Me siento en casa en cualquier parte pero nunca en ninguna construyo mi hogar. Me hastía la rutina, no tolero lazos ni ataduras, con nadie soy complaciente y a nadie necesito. Sin embargo, una extrema propensión a cierta cordialidad afectuosa, un desbocado impulso hacia la calidez y la ternura, se apodera a menudo de mi corazón y eso −yo lo sé− es lo que me hace irresistible.
Firme y enigmático en ocasiones, adorable e indolente en el momento justo, cuento por decenas los trucos que cual infalible conjuro utilizo para hacerme querer, acepto con honradez los regalos que la vida pone en mi camino y una sincera amistad ofrezco sin reservas a quien la necesita. A cambio de cariño −hablar de amor, tal vez resulte en mi caso excesivo− acallo entonces por un tiempo mi naturaleza indómita y, con magnanimidad, de mi preciada independencia cedo cuanto puedo. ¡Triste peaje con que el mundo por algún perverso e injusto motivo (¿extraña compensación, quizá?) castiga sin remedio a los seres superiores!
Pero, no, aunque resulte imposible valorar con justicia la enormidad de mi renuncia, no me quejaré. Nunca fui desagradecido y jamás, ni aún en el más insensato de mis sueños, hubiera yo podido llegar a imaginar mejor compañera que la que me ofreció el destino.
Encontrarnos fue cuestión de suerte. Tropezamos sin querer junto a una boca de metro una tarde cualquiera de invierno. Llovía. Bajo su pequeño paraguas arcoíris, resguardada apenas del aguacero, ella sonrió sorprendida, clavé yo con descaro mis ojos en los suyos y… simplemente sucedió. Sucedió como sucede en los cuentos: con la inmediatez, con la magia y la belleza de un flechazo inesperado.
Inseparables desde el momento en que con tan impremeditada e inocente argucia cayó en mis redes, nunca ella −debo decir− ha dejado de adorarme con devoción de esclava: tolera mis ausencias, disculpa mis trastadas (incluso a veces, por increíble que resulte, juraría que le gustan), permanece atenta a todos mis deseos y así, sin sobresaltos ni preocupaciones, un día tras otro y otro y otro más, vamos dejando juntos la vida pasar.
Algunas noches me ovillo mimoso en su pecho y mientras Clara, esta humana que un raro azar colocó en mi vida, rasca con mano experta y fuerza justa, siempre en el punto exacto, mis orejas peluditas −presumo de un tacto que en nada desmerece al terciopelo− yo ronroneo con deleite hasta casi quedarme dormido. Intuyo que esa pequeña zalamería mía conforta su alma, le calienta el corazón y la hace feliz ¡Y cuesta tan poco hacerla feliz! ¡Pobrecilla! Aún piensa que ella me adoptó ¡Es tan ingenua!
Mención honorífica certamen febrero 2020 «El Tintero de Oro»
Relato publicado en el nº 6 (febrero 2020) de la revista «El Tintero de Oro Magazine».


