La maestra del valle

 

─Buenos días, señorita Sullivan.

─Buenos días, niños ─sonrió la maestra al cantarín saludo de los alumnos. Se acomodó en su pupitre y esperó un instante a que los chiquillos prepararan plumieres y cuadernos─ Muy bien, decidió al fin. Abrid todos el libro de lectura por la página veintisiete. ¿A quién le toca hoy empezar a leer?

Un crío pelirrojo con la cara llena de pecas y aire desenvuelto levantó la mano, se puso luego en pie y, al gesto de su profesora, comenzó en el párrafo indicado:

A las márgenes del río, allí se extienden campos anchos de cebada y de centeno…

Cómo Carla Sullivan había llegado a convertirse en la maestra del valle, era para ella misma un misterio. Dos años atrás hubiera tomado por loco a quien le hubiera predicho aquel futuro pero… allí estaba ahora: perdida en una tierra remota, solitaria y poblada por gentes sencillas que nada sabían de su vida y su pecado.

─Anna, tu turno ─sorprendió con picardía a una niña absorta en el lazo de sus trenzas.

Palidece el sauce, el álamo vacila y las brisas…, cogió carrerilla, tras un momento de vacilación, la pequeña.

Afuera comenzaba a llover. El ganado pastaba en la llanura y las nubes borraban con rapidez la línea del horizonte. Pronto llegaría el otoño y la escuela cerraría sus puertas hasta la siguiente primavera. Solo durante unos pocos meses al año se impartían las clases con regularidad pero ella había insistido mucho a los padres y al comité escolar que decidió su contrato sobre su disponibilidad permanente y la importancia de la educación para el desarrollo de la aldea.

 Había descubierto con sorpresa cuánto le gustaba aquel trabajo. El bien que hacía a los niños y la influencia que por medio de ellos ejercía en la cultura de los padres, le parecía un regalo. Aquello había sido un efecto indirecto, desde luego, en ningún caso la razón de su escapada pero ya había aprendido a esas alturas  a aceptar sin miramientos las cosas buenas de la vida.

«¡Ay, madame Carla!, ¿quién te ha visto y quién te ve?», se burló de su situación con ironía. ¡Cómo se reirían sus chicas si la sorprendieran ahora entre sumas, restas y lecturas infantiles!  Las echaba de menos. Sí, mucho. Durante años habían sido su única familia, siempre juntas en lo bueno y en lo malo y sin embargo…

─Ya hemos terminado el capítulo, señorita Sullivan ─la voz de Anna la trajo de vuelta a la realidad con un respingo─ ¿pasamos al siguiente?

─No, gracias Anna, puedes sentarte. Terminad en silencio los ejercicios de  matemáticas y avisadme si necesitáis ayuda.

Se acercó a la ventana. Pese a la lluvia, los hombres continuaban a lo lejos su trabajo. Infatigables y esforzados. ¡Qué diferentes, pensó con extrañeza, de aquellos otros que fueran su mundo en otro tiempo!

El recuerdo hirió su cuerpo con un escalofrío. Apretó el chal contra su pecho y ahuyentó con un suspiro la pena atrapada en su garganta. Los remordimientos todavía la acosaban. No había sido esa su intención pero… lo había hecho. Había matado a un hombre y perdido para siempre la paz de su alma.

La fiebre del oro recorría por entonces el país de punta a punta. Pueblos enteros brotaban al pie de los yacimientos y una legión de aventureros buscaba fortuna.

El salón de madame Carla aumentaba su prestigio día a día gracias al descaro de sus chicas (francesas, rumoreaban algunos), a los bailes de can-can y a la velocidad con que entre naipes y dados el oro cambiaba de dueño.

 Pero aquellas noches eran peligrosas y, al fin, sucedió lo inevitable.

Un pistolero con un arma en cada mano, cartucheras a la altura de la cadera, entró una madrugada en el salón exigiendo la caja. Los clientes ya se retiraban y las camareras terminaban su turno. Acorralada tras la barra, Carla Sullivan comprendió al instante lo que ocurría. Y supo con certeza que aquel momento comprometía su vida: jamás olvidaría aquellos ojos siniestros, aquella voz de hielo vibrante como el acero, la lasciva sonrisa en el rostro del matón al resbalar la mirada por su cuerpo.

 Esa sonrisa fue su perdición.

 Si se hubiera conformado con la bolsa del dinero…

Cuatro disparos lo tomaron por sorpresa. Sus miembros perdieron de golpe la tensión, su cabeza se inclinó hacia delante en un gesto estupefacto y cayó de bruces contra el suelo. Tenía el corazón atravesado.

Aún humeante, la pistola regresó al liguero de donde había salido con rapidez de prestidigitador. Madame Carla recuperó de inmediato el control de sus sentidos y, atónita ante el efecto de su cólera, huyó despavorida.

Una caravana de colonos en pos de nuevas tierras fue su salvación. Acogieron su culpa y su silencio sin reproches y enterraron las huellas de su nombre en el polvo del camino.

La rueda del destino había girado su rumbo de improviso.

Comenzó a enseñar las cuatro reglas a los niños, a escribir, a leer… Inventaba para ellos juegos y canciones. Tenía paciencia y le encantaba esa tarea. Ganó fama de buena maestra y… lo demás era historia. Allí estaba: la recatada señorita Sullivan ocultando en las agujas de su moño sus rizos de corista.

No añoraba los viejos tiempos. Su carácter despreocupado y mundano se había transformado por completo. Aquel valle solitario al borde del río era ahora su lugar; el refugio que la amparaba y la ayudaba a olvidar muchas cosas.

Solo lamentaba no haber podido despedirse de las chicas pero le pudo el miedo a verse encarcelada. ¿Qué habría sido de ellas? ─se preguntaba a menudo en sus noches de insomnio─ ¿Habría Marie tomado las riendas del negocio? Quizá, ¿quién sabe…?

Las campanas de la torre del reloj marcaron la hora del almuerzo y los niños salieron de estampida. Un presagio de futuro le ensoñó el rostro a la maestra y una lágrima agradecida rodó por su mejilla.

Atrás quedaba el pasado.

Un nuevo comienzo llenaba con su aroma el aire de promesas.

 

 

 

Primer premio «Relatos Compulsivos «. Julio 2021.
 (Tema: el Oeste)

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