
En un pequeño cementerio abandonado junto al mar, cada noche de difuntos, a esa hora triste e imprecisa en que el día se deshace entre las sombras, de lo más profundo de la tierra −cuenta la leyenda− asciende, apenas perceptible, un coro de voces graves y lejanas. Ánimas atormentadas del Purgatorio que vagan errantes unas horas por el mundo, que añoran lo que hace mucho perdieron, que anhelan, quizá, lo que jamás vivieron.
Tras el lúgubre tañido de las campanas −eco extraño y sobrenatural que resuena a lo lejos desde un templo derruido tiempo atrás, ya sin torre ni reloj− algún alma afortunada sube al Cielo, torna el resto a su penitencia y un lamento hondo y desgarrado rompe entonces el silencio de la noche: grito de dolor, de rabia y desesperanza arrancado a la humanidad entera que, horrorizada de sí misma, vislumbra un instante el peso de sus ruindades.
