
Seis cuarenta y cinco de la mañana. Suena el despertador. Amanece y la luz es muy escasa. Jaime se despereza y con un manotazo detiene el estridente sonido del reloj. Se levanta ─ojos soñolientos, pelo enmarañado─ y cruza el pasillo. Entra en el cuarto de baño. Se ducha. Se lava los dientes. Regresa al dormitorio. Hace la cama y se viste con esmero ─traje azul marino, camisa blanca, corbata de rayitas rojas─. Toma las llaves y la cartera y sale de casa. Desayuna como cada día en el bar que hace unos meses abrió justo en su esquina ─zumo de naranja, café con leche y una tostada con mantequilla y mermelada de albaricoque─. Camina despacio hacia el trabajo, le gusta la soledad de las calles a esa hora tan temprana. Cumple con diligencia su jornada laboral ─larga y tediosa como todas─ y regresa, de nuevo a pie, exactamente por la misma ruta aunque ahora las calles parecen otras, más alegres y bulliciosas. Como de costumbre, nadie repara en él. Llega a casa. Prepara una cena ligera que ingiere frente al televisor. Comprueba la hora en su reloj. Nunca se acuesta demasiado tarde. A las seis cuarenta y cinco en punto sonará el despertador.

