
Como si él mismo fuese su más pesada carga
La Metamorfosis (Franz Kafka)
Igual que Gregor Samsa, Miguel Fernández se había convertido en cucaracha. No literalmente, por supuesto, esas cosas pasaban solo en las novelas, pero así era exactamente como se sentía. No había mejor modo de explicarlo. Notaba el asco que su presencia provocaba, el rechazo en las miradas de la gente, el perímetro de seguridad que agrandaba más y más el vacío en torno a él. La desdicha de aquel pobre personaje era ahora la suya. Tantas veces la había explicado en clase a sus alumnos y de pronto…
No recordaba los días que llevaba sin hablar con nadie. Había perdido hace mucho la cuenta y el peso de la incomunicación lo abrumaba. Un vidrio de tristeza velaba sus pupilas, lo torturaba el remordimiento, la flaqueza de un espíritu incapaz de hallar la voluntad que sí tuvo en otro tiempo. Demasiado tarde para hacer balance de todos sus errores asumía la culpa pero aún así…¡con cuánta furia lo mordía el desamparo! La ciudad había clavado en su carne los colmillos y le mostraba su cara más inhóspita.
El desprecio era lo que más dolía. Saberse al límite de la propia existencia. Atrapado, mudo, invisible. Un hombre roto. Un indigente sin nombre y sin edad.
Cómo un catedrático de literatura, amante de la filosofía y el piano, podía haber acabado durmiendo en la acera, cubierto de andrajos y miseria, envejecido a destiempo, era algo que quizá sorprendería de saberlo a quienes ahora lo miraban con fastidio ─fea y desagradable siempre la pobreza─, derrumbado en un portal entre botellas y cartones, con las manos amoratadas, la barba descuidada y una nube de desgracia sobre él. El olor agrio de su cuerpo derrotaba a la misericordia y teñía de repugnancia el gesto de cuantos pasaban por su lado. Nadie advertía al ser humano que habitaba los harapos. Nadie le regalaba nunca una pizca de ternura.
El alcohol le había desbaratado la vida. Último eslabón en la cadena de sus malas decisiones, le mató el futuro. La calle, luego, le robó la dignidad. Fue como caer en el vacío. Un latigazo de impotencia aterrador que lo arrastraba a un mundo nuevo, absoluto, inevitable; a un territorio sin intimidad ni protección. Fue entonces cuando la metamorfosis se produjo: Miguel Fernández se desvaneció en el aire con rapidez inusitada. Dejó de ser lo que hasta entonces siempre había sido (una persona, simplemente una persona) para convertirse en nada: un borrón en el paisaje, un deshecho de mugre y suciedad, algo que incomoda apenas un instante y se olvida de inmediato.
Vergüenza y deshonra permanecían clavadas a cuchillo en su conciencia y la enormidad de su fracaso lo dejaba sin aliento. Un profundo desconsuelo anidaba en su alma. La fatalidad lo perseguía, se pegaba a sus huesos, lo llevaba al límite de sus fuerzas. Mente cansada, gesto ausente, indiferencia y resignación. La pesadumbre lo había derrotado y un destino funesto lo cercaba en un laberinto sin salida.
Siempre tenía hambre y frío. Lo devoraba la apatía. Había olvidado como llorar.
La vida lo había arrastrado a un punto peor que la locura y ya era tarde.
Demasiado tarde para todo.
Sus días respiraban soledad, estaba deshecho por dentro y la herida era incurable.
Cada noche cerraba los ojos con la esperanza de no despertar. Cada mañana los abría sin fuerzas, molesto por la luz que irradiaba el nuevo día. ¡Maldita su suerte que hasta en eso le era esquiva!


