Las rutas del cielo

 

Alma adoraba las estrellas. Cada noche se dormía contemplándolas con la ventana  abierta y una sonrisa entre los labios. Orión, Casiopea, Andrómeda… el abuelo le había enseñado el nombre de todas las constelaciones y el modo de encontrarlas en la oscuridad. No solo eran puntos de luz, le decía asomándola a su viejo telescopio, eran historias, mapas antiguos dibujados sobre el firmamento que guardaban en secreto el sueño de  los hombres.

─ Mira, allá arriba, casi en el centro del cielo, está Polaris, la Estrella del Norte. Si alguna vez te pierdes, búscala, ella te ayudará  a recuperar el camino.

La niña seguía la dirección de su dedo con la imaginación disparada. Continuar leyendo «Las rutas del cielo»

Polvo de estrellas

 

Había una vez un pueblito rodeado de montañas, un jardín de flores, una niña que vivía con su abuela y un cielo repleto de estrellas.

Cada noche, cuando ya empezaba a oscurecer, el jardín brillaba suavemente y la niña contemplaba el espectáculo asomada a su ventana.

─ ¡Abuela, mira! ¡Ya vienen las estrellas a dormir con nosotras!, palmoteaba con ganas al descubrir los reflejos que su luz dibujaba en el cristal, justo antes de acostarse.

No eran luciérnagas ni reflejos de luna, comenzaba entonces la abuela su cuento, la historia que cada noche sin falta reclamaba la pequeña. Su jardín, decía con gesto de misterio, era un puente que unía tierra y cielo. En él las estrellas velaban sus sueños hasta que el sol las relevaba en su guardia para pintar de colores la luz del amanecer.

«Dulces sueños, mi vida», la arropaba con un beso la mujer, cuando ya la niña se dormía.

Y así, entre juegos y cuentos, abuela y nieta pasaban los días.

Hasta que una mañana…. Continuar leyendo «Polvo de estrellas»

Impaciencia

 

«Deprisa, deprisa, más deprisa…» La cola no se movía y Claudio se desesperaba. No toleraba los tiempos muertos. La espera lo superaba, no podía evitarlo. Se retorcía las manos, miraba su reloj, carraspeaba con insistencia. Su relación con el tiempo era complicada. Siempre lo había sido. Desde niño. «¿Falta mucho? ─preguntaba a su padre bien pequeño nada más subirse al coche camino del colegio─, ¿ya llegamos?, ¡deprisa, papá, más deprisa!». Lo consumía la impaciencia. Si ponía agua a hervir miraba cada dos segundos si ya burbujeaba, si pedía comida a domicilio llamaba al repartidor cinco minutos después, si hacía ejercicio en el gimnasio contemplaba su cuerpo en el espejo esperando notar nuevos músculos de inmediato. Perder tiempo era perder vida. La prisa era su motor y su condena.

Y ahora, aquella larga fila en el banco lo tenía al borde del colapso. Continuar leyendo «Impaciencia»

Autorretrato

 

Mi tiempo se acaba. Respiro recuerdos y mi alma está rota. Apenas reconozco mi cara en el espejo. Mi piel es un mapa de surcos y sombras, la fatiga entorna mis ojos y la huella de la ausencia gravita en torno a mí. Todo lo tuve y todo lo perdí. Visité palacios, alterné con duques y princesas, derroché en caprichos mi fortuna. Conocí el amor y fui feliz, pero… La vida, implacable como suele, reclamó su precio y bien pronto vino la muerte a llevarse mi alegría. Saskia, Titus, Cornelia… conjuro a cada trazo sus nombres frente al lienzo. Su memoria araña mi garganta, trampea soledades y calma el desconsuelo. Siguen en mí. Están aquí aunque nadie lo sepa. ¡Qué desolación enterrar esposa e hijos!, ¡qué dolor tan innombrable!, ¡qué pena tan honda y tan inmensa! Todo lo que amé me fue arrancado. Solo permanece la pintura y solo ella acompaña mi tristeza. Cada pincelada es una  herida abierta, una confesión, el eco de un éxito olvidado. Y aunque nada queda de la gloria  ─Ronda de noche, Lección de anatomía… ¡qué lejano todo ya!─, sigo buscando la luz en la tiniebla. Tiembla mi mano, estoy viejo y cansado, pero… Siempre al sufrimiento lo vence la belleza. Continuar leyendo «Autorretrato»

Espejismos

 

Un reloj sin péndulo, un violín sin cuerdas, fotografías arañadas de olvido… Ana vagabundeaba por la tienda a la espera de que amainase la tormenta, acariciaba los objetos, examinaba las vitrinas, ojeaba algún libro de cubierta llamativa. La lluvia la había obligado a refugiarse en aquel bazar de antigüedades en el que nunca antes se había fijado y ahora recorría sus pasillos con un chispazo de curiosidad, tan lleno todo de muebles, cachivaches y rarezas. El aire olía a madera y cuero envejecido, las tablas del suelo crujían a su paso y los estantes acumulaban polvo y descuido. Pero la estancia era confortable e imperaba en su ambiente una dulce intimidad.

Un espejo de forma ovalada y ribetes de plata llamó de pronto su atención en medio del desorden. De niña jugaba en casa de la abuela con uno parecido, recordó al descubrirlo sobre un tocador. «Espejito, espejito…», parodiaban entre risas a la madrastra del cuento con aspavientos de villana. ¡Ay! Un pellizco de nostalgia la llevó a buscar al dependiente y con ojos brillantes de entusiasmo decidió comprarlo. Continuar leyendo «Espejismos»

Leyenda urbana

 

El anonimato era su mejor arma. La madrugada su cómplice. Farolas y adoquines sus testigos. Todos sabían de sus actos pero nadie lo había visto jamás. Aparecía como un fantasma en la ciudad dormida. Una silueta encapuchada, casi un espejismo reflejado en callejones oscuros, que al amanecer se desvanecía. Huía de los focos, un pseudónimo disfrazaba su nombre y su rostro era un enigma. Era invisible. Una  sombra. Una leyenda.

Los muros habían sido continuamente su obsesión. Lo atraían con la fuerza de un imán. Desde siempre. Desde niño. Ejercían sobre él una fascinación inexplicable, un hechizo que despertaba sin aviso su instinto de francotirador justiciero. Los elegía con mimo y al descubrir uno de su gusto lo atravesaba un flechazo repentino. Acariciaba sus capas de pintura desconchada, las cicatrices de sus grietas, la herida que en ellos había dejado el olvido. Los engranajes de su mente comenzaban entonces a girar y ponían en marcha el ritual. Continuar leyendo «Leyenda urbana»

El secreto de la felicidad

 

El despertador sonó a las siete en punto, como cada mañana. Clara lo apagó con un suspiro y clavó los ojos en el techo sin ganas de moverse, pero ya repasaba en su mente las tareas del día: preparar el desayuno, dejar a Jaime en el colegio, responder correos, terminar el informe que dejó a medias la noche anterior, mantener la compostura en la reunión de empresa…

Se levantó y se arregló sin apenas mirarse al espejo. Despertó al niño, le hizo la cama, lo ayudó a vestirse y revisó su mochila. En la cocina, su marido untaba mermelada en las tostadas. Desayunaron juntos y se pusieron en marcha.

De camino al trabajo, parada ante un semáforo en rojo, una frase en la radio la dejó sin aliento. Había oído cosas parecidas en infinidad de ocasiones pero, por algún motivo, en aquel momento, su corazón latió diferente. Continuar leyendo «El secreto de la felicidad»

Bitácoras a la deriva

 

«¡Cuánta belleza en la tristeza! Aroma de añoranza. Olor a salitre. Presagio de tormenta. Firmado: Mareas del Norte». Laura releyó el comentario con una rara mezcla de emoción y desconcierto. Llevaba meses escribiendo Latidos urbanos, un humilde blog perdido en la inmensidad de la red donde a modo de diario volcaba momentos de su vida en Buenos Aires: paseos por San Telmo, conversaciones robadas en cafés, librerías con encanto, cine clásico (mejor en blanco y negro) sorprendido en algún canal de madrugada. Pequeñas instantáneas que traslucían ilusiones, también a veces decepciones, y ordenaban sus días. Mensajes en una botella lanzados al océano digital; a aquel universo extraño, anónimo e inabarcable, donde  poco a poco había encontrado su lugar. Le gustaba imaginar sus palabras flotando a la deriva, navegando hacia un puerto amigo que las acogiera con cariño.

Porque, sí, Laura era una romántica incurable. Continuar leyendo «Bitácoras a la deriva»

Diez minutos

 

«Toc-toc-toc, toc-toc-toc», taconeaba impaciente a la puerta del café. Revisó el móvil por enésima vez y comprobó la hora en el reloj. «Llego en diez minutos», había escrito Jorge hacía exactamente treinta y siete minutos y quince segundos. Siempre igual, pensó Marina, notando cómo el enfado hervía en su interior. Diez minutos que se expandían como un agujero negro: veinte, treinta, cincuenta, lo que hiciera falta.  Luego él aparecía como un vendaval: una sonrisa, un beso, un «Marina, cariño, no te enfades, ha surgido un imprevisto» y… hasta la próxima vez.

Entró en la cafetería, pidió un ristretto tan negro como su humor y trató de ordenar sus pensamientos. Aquello era intolerable, parecía que su tiempo no importara y no iba a aguantarlo más. Continuar leyendo «Diez minutos»

Tiempo relativo

 

¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta lo sé pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta no lo sé.

San Agustín

El viejo reloj marcaba los segundos con su leve crepitar. «Tic-tac, tic-tac ─repetía monótono─, tic-tac, tic-tac…». A la tenue luz del alba un sueño cruzó de puntillas la ventana, rozó la frente del hombre que dormía y revoloteó un instante sobre él. «Yo soy el tiempo ─murmuró junto a su oído─ Tú eres yo y yo soy tú. Pasado, presente, futuro… nada son. Todos somos desde siempre parte del tiempo y de todos fue siempre parte el tiempo».

Hacía días que una intuición rondaba su mente. Un anciano le hablaba en sueños del tiempo y sus secretos, pero al despertar la magia se esfumaba y la idea se perdía.

«El futuro de hoy será presente mañana, el presente de hoy será pasado mañana…». Continuar leyendo «Tiempo relativo»