Deja que te cuente

 

Ser hombre es ser responsable. Es sentirse avergonzado frente a una miseria que no parecía depender de uno.

Antoine de Saint Exúpery

Crees conocer mi historia. Me juzgas. Sé que me desprecias pero… piensa un poco: ¿qué sabes de mí? Mi oficio es viejo como el mundo, recalca el tópico una y mil veces repetido, e inmenso y viejo como el mundo es también mi desamparo.

No soy nada. Un polizón herido en el naufragio de otra vida. Y nada importa si llegué del Este, si soy autóctona o latina, qué miserias me trajeron hasta aquí o qué torpezas del destino me condenaron al infierno sin quererlo. Pero tu indiferencia y la mirada ausente que, apenas un instante, resbalas por mi cuerpo… Esos ojos que desaíran el contacto con los míos borran de un soplo la moribunda dignidad de mi existencia.

¿Qué ven tus ojos al mirarme? Una criatura patética de labios rojos, tacón de aguja y ropas apretadas. Un ser a la deriva. Mi suerte te repugna, te escandaliza mi presencia y apartas por eso de mi rostro la mirada. Pero, dime: ¿qué sabes tú de la desesperación o de la angustia, de mi tristeza o mi infinita soledad, del vacío que me hiela entre su nada cada noche, sin piedad? No te paras a pensar, cuando cruzas tus pasos con los míos, si la mujer que ves acodada con descaro a una farola, siempre en la misma esquina, tendrá quizá sentimientos, problemas o ilusiones parecidas a las tuyas. No, no lo piensas porque para ti no soy una persona. Soy otra cosa: una puta. Indefensa, sumisa, temerosa.

 Y es cierto, no lo niego. Reconozco sin hipocresía que es eso lo que soy. Un pedazo de carne que camina y no está vivo, materia prima comprada y revendida, una muñeca usada aferrada a su rabia y su silencio.

Me juré, como todas en algún momento nos juramos, que esto sería algo temporal. No fue así. Me pudo el miedo y la necesidad y, poco a poco, me enredé en una amarga telaraña de promesas incumplidas. ¡Cuánta ingenuidad! Acabé cazada como un animal, devorada en un ritual de tortura lento y sin posibilidad de escapatoria.

Escucho algunas veces pontificar a cierta gente (bienintencionada, no lo dudo) que este es un trabajo como otro cualquiera, que se elige por propia voluntad, que hay que romper el estigma y hacerlo respetable. ¡Ja! Perdóname la risa. ¿Hay alguien capaz de imaginar que una mujer se levante una mañana decidida a hacerse puta?, ¿que se pinte la cara de payaso y se lance a las calles para aguantar al primer tipo que pretenda adueñarse de ella por un rato?, ¿es como otro cualquiera un trabajo donde el propio cuerpo es la herramienta, algo que humilla y esclaviza?, ¿justifica el supuesto consentimiento de la víctima la absoluta ausencia de ética a que el verdugo la abisma?

Mujeres tratadas como ganado, chicas de alquiler explotadas en antros de mala muerte o clubes exóticos por hombres sin escrúpulos, niñas sometidas a complicidades indecentes… Sí: un trabajo como otro cualquiera el nuestro, en realidad.

Tardé mucho en asumir mi condición. Los primeros meses fueron atroces pero no podía rebelarme contra nadie. Me dejaba entonces hacer sin resistencia, esperando que todo terminara cuanto antes. Apretaba los puños con fuerza intentando pensar en otra cosa, sin lograrlo. Los minutos se multiplicaban, se volvían eternos y el tiempo parecía detenerse. El dolor y el asco enseguida invadían mi cuerpo y justo cuando sentía que ya no podía más, todo terminaba. Alguien dejaba con descuido un billete entre las sábanas y yo me quedaba a solas con mi pena y mi vergüenza.

Me moría de ganas de llorar, vomitaba tras cada servicio, mis manos temblaban sin control y la culpa dejaba un rastro de impotencia en mi garganta.

Luego, el paso del tiempo anestesió mis sentidos. Somníferos y alcohol corrieron en mi ayuda, sepultaron en los sótanos del olvido antiguas fantasías y me acostumbraron con pasmosa resignación a vivir entre la infamia. Aprendí así a soportar lo insoportable. Sola, sin amigos, sin familia, sujeta a toda hora a vigilancia, aislada, manipulable… descubrí la tenue línea que separa el bien del mal, vi de cerca la muerte y la violencia y mi naturaleza se hizo oscura.

Y ahora que hace tanto que no sueño ─¡pobre idiota!─ que un cliente enamorado me rescata, ahora que la ternura zozobró, que venció el sarcasmo y para mí no hay ya futuro ni esperanza, ahora, justo ahora, tu desdén solo acierta a ver una mercancía al tropezar con mi derrota: un producto, una fecha de caducidad, una tara. Y me siento tan cansada… Tan harta de tópicos baratos, de burdas excusas para calmar conciencias, de justificaciones ridículas.

Mi lista de pesares es bien larga. También la de mis equivocaciones. Y, por mucho que trate de evitarlo, aún me alcanzan algunas madrugadas astillas de otra vida: canciones de cuna, llantos de bebé, un «te quiero, mami» en un beso adormilado. Pedazos de algo que no pudo ser. Algo que araña el corazón y ahogo sin piedad en una botella de vodka o un vaso de tequila.

Sucede que el daño físico es pasajero pero no el dolor del alma. Ese se queda para siempre. Se enquista y te roe por dentro como una alimaña. Anula tu voluntad y te taladra, dejando una cicatriz que nunca cura.

Me indigna por eso tu ceguera y me duele tu arrogancia.

 No quiero ya tu compasión. No, no la necesito. No es lo que busco con esto que te cuento.

Y sin embargo…

¡Cuánto aliviaría mi alma rota un relámpago de dulzura en tu mirada!

 

 

 

Este relato fue seleccionado entre los finalistas del «VI Certamen de Relatos Beatriu Civera» convocado por la Concejalía de Igualdad del Ayuntamiento de Valencia y aparece  publicado en la Antología del Certamen. Fallo del Jurado 1 de julio de 2022.

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