
Se la llevaron vestida de blanco igual que la encontraron, una rosa marchita en las manos y un velo de gasa cubriendo su rostro. Cada mañana, muy temprano, casi aún de madrugada, cuando Alberto y yo terminábamos el turno y, a nuestro paso, las calles relucían inmaculadas y frescas, la veíamos llegar con sus pasitos de hada. Una figura menuda vestida de novia que a esa hora intempestiva, cuando apenas la luz del alba alumbraba tenuemente la mañana, colocaba con cuidado un pequeño escabel sobre la grava, al borde de un sauce, junto a la verja del parque, se acomodaba muy derecha sobre él y, de inmediato, cuidando siempre de no pisar el césped (¡cuánto significado atrapado en ese gesto!), parecía quedar petrificada. Una estatua humana, misteriosa, inmóvil, frágil. Continuar leyendo «La novia del parque»








