La laguna de las lágrimas

 

La profecía se había cumplido. El rey agonizaba, los magos huían del reino y una helada oscuridad velaba sus tierras. Entre la niebla, el viejo castillo se recortaba espectral, la guerra iba de mal en peor y un presagio de muerte y destrucción aleteaba en el aire. El invierno había posado sus alas sobre el mundo y todo era furia y desamparo.

«Más allá del odio, más allá del llanto…», en los albores del tiempo, la bruja del Norte sopló su  maldición. Continuar leyendo «La laguna de las lágrimas»

Fuerzas ocultas

 

«¡Culpable!», la voz del juez la golpeó como un disparo y un escalofrío de pavor recorrió su cuerpo. A su espalda, el griterío estalló ensordecedor: los vecinos del pueblo repetían su nombre con odio, clamaban venganza y parecían a punto de lanzarse sobre ella. En medio de aquella confusión impenetrable, de aquel escándalo de recriminaciones e insultos, la anciana notó de pronto las manos del alguacil sobre las suyas arrastrándola con fuerza. Giró apenas el rostro hacia la multitud que la hostigaba y un vértigo de perplejidad y espanto nubló al instante su mente con la misericordia de un desmayo amable y sin conciencia.

Despertó en una celda oscura, desorientada y empapada en sudor. Un rayo de luna se filtraba por los barrotes de un ventanuco enrejado en lo alto, al borde mismo del techo. Alzó hacia él la vista frotando sus muñecas entumecidas, libres al fin de la soga que durante horas las había tenido atadas y el recuerdo de lo sucedido regresó de golpe: «¡culpable!», tronó de nuevo en su cabeza el veredicto. «¡Culpable!, ¡culpable!, ¡culpable!…», repetía su imaginación enloquecida como un eco sin fin. Continuar leyendo «Fuerzas ocultas»

Muñequita linda

 

Érase una vez una manzana envenenada.

Érase una vez una princesa solitaria.

Érase una vez un conjuro aterrador.

La misma pesadilla que noche tras noche torturaba sus sueños la despertó de golpe. Se incorporó abruptamente sobre la cama, presa del pánico, desorientada y empapada en sudor. Un torbellino de emociones sacudía su mente. Temblaba, apenas podía respirar y una expresión extraña  hería su rostro. Algo en su interior trataba de aflorar a la superficie y no lo lograba. Una niña perdida entre la multitud, una niña abandonada y sola que gritaba su nombre, una niña de nadie mendigando amor. Continuar leyendo «Muñequita linda»

Piedras

 

Mi cerebro tararea con retazos de poesía y locura

Virginia Woolf

Caminaba por el bosque con las manos repletas de piedras: densas, opacas, rocosas… Las elegía con pericia: firmes, macizas, rugosas… Las libraba en un suspiro del polvo de los siglos y el olvido y, a los pies del viejo sauce donde cada tarde, al borde mismo del río, recostaba indolente su cuerpo fatigado tras la caminata, las apilaba con mimo: plomizas, compactas, terrosas… Extraña colección que desde hacía días aumentaba en secreto en una irracional pulsión que no lograba detener.

⸺¡Ven…!, una voz entre las aguas la llamó de pronto.

⸺¡No!, −musitó la mujer con desaliento− ¡no, no, no!, repitió sacudiendo la cabeza.

Los fantasmas la acosaban, la ahogaba la rutina, su propia mente conspiraba contra ella.

⸺Ve…, nada temas…, descansa…, la animaba el rumor del viento a cada ráfaga.

Una lágrima solitaria rodó al fin −triste señal de rendición− por su mejilla. Guardó en los bolsillos del abrigo las piedras que aún tenía entre las manos y dejó de resistirse.

 «Pasaré como una nube entre las olas», murmuró Virginia al adentrarse poco a poco, un paso tras otro, en las hipnóticas aguas del río. Su alma desnuda atisbaba el infinito. Su cuerpo de mujer se desvanecía. Continuar leyendo «Piedras»

Con las botas puestas

 

Ahora me llevan a mí pero ya es tarde

Bertold Bretch

Lo habían traicionado. Un fogonazo de lucidez le reveló la gravedad de lo ocurrido y una oleada de angustia empapó su cuerpo en sudor. La guardia cósmica interceptaba su camino, rodeaba por ambos lados al Atlantis y amenazaba destruir la nave si el capitán no deponía su actitud. «¡Qué ingenuo!», musitó él con desaliento. Había creído, al divisar los primeros escuadrones, que acudían en su ayuda, que eran la respuesta a la llamada de socorro que el radiotransmisor había estado lanzando sin pausa desde que iniciaron la misión. Pero no. Las patrullas policiales llegaban cargadas de malos presagios y una advertencia descarnada y feroz latía entre sus haces de luz.

 En la soledad del puesto de mando, el capitán Clarck calculaba ahora sus opciones. Pocas. Ninguna, rectificó sin ironía. Lo detendrían, lo acusarían de alta traición, perdería su licencia de piloto, lo desterrarían al más diminuto asteroide de la galaxia. Continuar leyendo «Con las botas puestas»

Y te marchas con el alba

 

¡Oh estrellas, y sueños, y delicada noche!

¡Oh noche y estrellas, volved!

¡Y escondedme de la luz hostil

que no calienta, sino que quema!

Emily Brontë

Noche tras noche, en ese vago espacio que la vigilia del sueño separa, tu sonrisa invoco. Es entonces, en tan inasible frontera, tenue trasluz de una realidad desdibujada, que un repentino chispazo de emoción −¡oh, conjuro feliz!− mi mundo ilumina. Sueño contigo, bello espejismo siempre inalcanzable. Estás en mí. Escondida en algún rincón de mi cabeza. Una sombra del pasado. Un duendecillo burlón que se ríe de mí y no se deja atrapar aunque, a veces… sí, por un momento, casi creo a veces poder sujetarte. Luego te desvaneces, la magia desaparece y el día comienza. Llora el poeta su dolor. Sangran sus versos. Continuar leyendo «Y te marchas con el alba»

Alas de cristal

 

¿Qué saben los sueños de límites?

A.E.

«Las damas no saltan rejas, niña», la voz de la abuela Mary tronó con severidad en su cabeza y lo inoportuno del recuerdo la hizo sonreír. «¡Pobre abuela! −pensó mientras se inclinaba levemente hacia la izquierda para mirar por la ventanilla−, ¡si pudiera verme ahora…!». El cielo estaba sereno y cuajado de estrellas. Pronto amanecería. Contempló el inmenso espacio que tenía frente a sí y un sentimiento de grandeza y libertad se adueñó de su espíritu. Todo en torno a ella era vacío y silencio, aislada por completo como estaba del ruido y la vanidad; ajena a un mundo que la adoraba, que tenía del todo rendido a su valor, a su inteligencia, a su encanto; frágil excepción de un tiempo −tiempo de hombres− que con feroz intransigencia rechazaba esa independencia por la que algunas mujeres tanto habían luchado para sin compasión reducirla a triste objeto de burla. Continuar leyendo «Alas de cristal»

Cicatrices

 

«A Dios pongo por testigo», maldecía Escarlata O’Hara entre las ruinas de Tara. «A Dios pongo por testigo», musitó también Aurora frente al televisor. Una lluvia menuda e intensa caía al otro lado del cristal y un aroma fresco a tierra mojada llenaba el aire. Secó una lágrima atrapada en sus pestañas y se acercó a la ventana. «¡Por fin! − suspiró mientras miraba la lluvia caer.− ¡Por fin!». Había conjurado esa noche un fantasma y una sensación agridulce invadía su alma. Lo había logrado. Una etapa de su vida se cerraba para siempre y comprobó con sorpresa cómo el alivio ganaba la partida a la melancolía. Se había enfrentado a Alberto sin llanto ni reproches. Había sido capaz. Al verlo plantado frente a ella suplicando su perdón, algo se le había roto dentro, algo definitivo que la removió con sentimientos que no había experimentado en mucho tiempo.

Alberto. La vida antes de Alberto era una sombra oscura en su memoria. Lo había conocido en su primer año de universidad. El chico más guapo de la clase. El chico ingenioso y divertido con el mundo entero rendido a sus pies. El chico que en una fiesta, le susurró al oído: «un día me casaré contigo». Y agradecida a su buena suerte, porque la había elegido a ella y solo eso importaba, porque la primera vez que la vio pensó que era bonita y el estómago se le hizo un nudo, porque el amor a primera vista era tan ridículo como irresistible, Aurora se casó con él. Continuar leyendo «Cicatrices»

Mujer en el espejo

 

«Espejito, espejito…», se burló de sí misma frente a su reflejo. Observó un instante su imagen con sarcasmo, ajustó la peluca que disfrazaba de platino su cabello y retocó el maquillaje desteñido en sus facciones. Al otro lado del cristal, unos ojos duros y apagados, enfermos de sufrimiento y de vergüenza, la juzgaban inmisericordes. Tropezó con la mueca que tensaba sus labios, examinó sin piedad los surcos que recorrían su rostro, las ruinas de una juventud y una belleza enterradas vivas en decenas de sórdidos moteles, en bruscos despertares de sueños agitados, en secretos desengaños de mil esperanzas calladas…, y un pellizco de tristeza la removió por dentro.

Apartó al fin con un suspiro la mirada del espejo, tomó los billetes que, aún a medio vestir, el desconocido de turno le tendía y salió a la calle.

⸺¿Paloma? −la reconoció de pronto una voz entre las sombras.

⸺Lo siento, se equivoca −respondió la mujer con aspereza, hurtándole a la noche y sus fantasmas el semblante.

El ruido sordo de sus pasos ahogó su llanto y su lamento. El latido herido de un corazón que en lágrimas de amargura se rompía al sorprender los ecos de su belleza perdida. Continuar leyendo «Mujer en el espejo»

Un día de lluvia

 

Me tacha la envidia de egoísta y caprichoso ¡Menudo disparate! No lo soy en absoluto pero se encuentra ya tan extendido ese rumor que obviaré el esfuerzo de negarlo. Ocurre que nunca conocí la timidez y quizá tomen los necios por desdén la imperturbable seguridad que me acompaña. El mundo me idolatra, es así y ¿quién soy yo para juzgarlo?

Mi audacia y mi elegancia les fascina, esa rara mezcla en mi expresión entre indiferente y atenta, siempre distante y pese a ello vulnerable, tan propia de mi espíritu bohemio, de mi alma de bribón desvergonzado.

Me siento en casa en cualquier parte pero nunca en ninguna construyo mi hogar. Me hastía la rutina, no tolero lazos ni ataduras, con nadie soy complaciente y a nadie necesito. Sin embargo, una extrema propensión a cierta cordialidad afectuosa, un desbocado impulso hacia la calidez y la ternura, se apodera a menudo de  mi corazón y eso −yo lo sé− es lo que me hace irresistible. Continuar leyendo «Un día de lluvia»